
Página producida por Ing. Félix Gonzlaez B. en homenaje al Gigante Inmóvil y Labriego del Periodismo Científico, Arístides Bastidas, dedicada a la publicación en serie de sus escritos, que publicara en su columna "La Ciencia Amena" durante un cuarto de siglo al servicio del diario "El Nacional". 24 de Septiembre de 2004. Caracas, Venezuela.
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septiembre 23, 2007
Hoy 23 de Septiembre de 2007, 15 años de la partida de esta vida terrenal del maestro Arístides Bastidas.

Sin dejarse descubrir guarda su incógnita el órgano que rige la formación de nuestros anticuerpos.

Entre los avances inmunológicos está el de que con la papaína de la lechoza, los científicos pueden partir en cilindros la proteína de los anticuerpos o cortarlas a lo largo, como en trozos de leña, con el 6-mercaptometano.
Ella es como una horquilla guindada debajo del cuello y tras el esternón. Si se elimina en las crías recién nacidas, de ratones y conejos, éstas mueren precozmente a los tres meses con una empobrecida capacidad para formar linfocitos, los más sabios custodios de la salud. Se considera que hay linfocitos que sólo adquieren sus aptitudes para el contraataque después que procedentes de la linfa o minúsculos vasos sin células rojas, hacen una pasantía por el timo, maestro que les enseña a cumplir las instrucciones que la naturaleza les asigna. Ahora bien, si el timo es tan valioso por qué disminuye gradualmente el tamaño a medida que crecemos, hasta desaparecer casi del todo en los adultos?
Ha sido largo el trayecto cubierto para descubrir los secretos de la sangre, Hace tres siglos, Leeuwenhoek era el primero en ver en una gota de sangre, acumulaciones de platillos escarlatas, con bordes gruesos y el centro hundido. Sin saberlo había descubierto los glóbulos rojos. Estas son las únicas células coloreadas del torrente circulatorio, pues las restantes son blancas. Los glóbulos blancos eran mil veces más grandes y sin embargo, fue hace cien años cuando la mirada humana pudo percibirlos. A comienzos de este siglo se sabía que constituían los escuadrones móviles de nuestro cuerpo, con la misión de aniquilar a los intrusos vivos y a las partículas inútiles.
Apártense que allí voy decían los primeros ferrocarrileros al llegar a cada estación desprovistos de todo freno.
Las vías eran trazadas en terrenos de un mismo nivel y sin pendientes. En la proximidad de las estaciones se reducían las dotaciones de carbón en las calderas hasta que el ferrocarril se paraba por completo por falta de energía impulsora, un poco más allá o más acá.
Un modelo de las primeras locomotoras que a comienzos de siglo usaban el aire compimido para detener su marcha que por cierto era irregular. Esto impedía la puntualidad cronométrica de los trenes modernos.

El constructor inglés de las primeras locomotoras de máquinas de vapor Jorge Stepheson, quién previó también la construcción de puentes para atravesar las hondonadas y para mantener el mismo nivel, pues un cambio inesperado era desastrosos.
Cuando la velocidad máxima, que era de treinta y cuatro kilómetros por hora se disminuía a diez o menos, sonaban unas bocinas en cada vagón, para que los pasajeros saltaran y contribuyeran a detener la marcha. En 1821, en los días de nuestra Batalla de Carabobo, los ingleses celebraban una victoria tecnológica: habían logrado para las unidades de sus veinticuatro vías ferroviarias los primeros frenos. Consistían en manivelas en cada compartimiento, a las que un operario daba vueltas para que unas zapatas presionaran las ruedas hasta pararlas totalmente. Ellos creían que el efecto se debía a la simple fricción. Hoy se sabe que así de desprendía un calor que dilataba tanto a la rueda como a las zapatas.
Este sistema era muy tardío y había que tener un obrero en cada vagón para que al sonar la sirena, todos ellos empezaran simultáneamente a girar las expresadas manivelas. Los norteamericanos estaban bajo el apremio de cubrir las grandes distancias de su territorio, por lo cual se apropiaron de la capacidad de los europeos en este campo. A mediados del siglo pasado fabricaban locomotoras tan buenas que sus inventores de Inglaterra comenzaron a importarlas por ser más rentable y más eficaces. Entre sus ventajas estaba la que duplicaba la presión del vapor por centímetro cuadrado, dando un mayor impulso al rodaje.
Era imposible aumentar la velocidad por el carácter tan primitivo de los frenos. Esto complicaba la instalación de los rieles pues había que dar muchos rodeos para evitar las bajadas. En los años de 1860 los ingenieros europeos maravillaban a sus contemporáneos, abriendo un túnel en los Alpes, con el bombeo de aire comprimido por tuberías de un kilómetro de longitud. Si con este aire se obtenía la presión para romper la dura roca de una montaña, también se podría emplear para detener la marcha de un tren, pues en ambos casos la resistencia era análoga más o menos. El que así razonó fue un joven norteamericano llamado Jorge Westinghouse.
El ingeniero personaje ensayó reiteradamente el aire comprimido en la detención en el mismo momento de la totalidad de las ruedas de un ferrocarril. La primera prueba la hizo con una locomotora que iba a sesenta y cuatro kilómetros por hora. Sus frenos funcionaron tan bien que el vehículo se paró ciento cincuenta metros más adelante después que se los accionaran. Pero cuesta mucho imponer una innovación tecnológica, sobre todo en un negocio que generaba tantos dividendos sin el menor compromiso de indemnizar a las víctimas de los accidentes que llegaron a arrojar un saldo de veinte mil muertos en un solo año. Pasaron casi dos décadas para que los nuevos frenos fueran aceptados.
Ello hizo posible un mejoramiento espectacular en la manufactura de las locomotoras, que desde 1885 tuvieron diez ruedas en lugar de las cuatro con que hasta entonces contaban. Este relato debe convencer al lector de la tracalería de las películas del oeste norteamericano, en que los bandidos hacen que el maquinista detenga de inmediato el ferrocarril, mientras ellos recorren los vagones para consumar su atraco. Será asunto de otra columna la continuación de la historia del freno. Esta culmina en los alerones de las naves aéreas que puestos contra el viento atenúan la velocidad y con los inversores, mediante los cuales al tocar la tierra , las élices giran en sentido contrario y el chorro de los modernos aviones se emite hacia delante y no hacia atrás. Este hecho causa el ensordecedor ruido de esos aparatos cuando llegan a cada terminal.
A sabiendas de que son indefensas las garrapatas forman una familia con hasta 12 mil hijos por pareja a fin de que unas pocas sobrevivan.
Se han conseguido ejemplares fosilizados de estos seres, es estratos geológicos de hace 400 millones a 350 millones de años. En estos períodos no había aparecido ni los zancudos ni las pulgas, por lo cual se considera que las garrapatas fueron las precursoras de Drácula en este mundo. Seguramente vivían a expensas de la sangre fría que le chupaban a sapos, ranas, salamandras y otros anfibios, únicos seres con aparato circulatorio , entonces. Sin alas para volar y sin las patas ágiles de las hormigas que inauguraran las primeras formas de la vida en sociedad, los ácaros alcanzaron tal éxito que dejaron representantes suyos en los 5 fragmentos que quedaran en Pangea, el continente único que hubo hasta hace 200 millones de años.

Las garrapatas comprendieron que su indefensión las hacía un plato fácil para los pájaros y también para los insectos que las utilizaban como incubadoras de sus huevos y como despensas vivientes de sus larvas, En algún momento los pobres debieron envidiar la movilidad de los demás arácnidos cuyos cefalotórax y abdómenes estaban bien diferenciados. A cambio de ello hacían gala de las ventajas de la metamorfosis característica de los insectos. En efecto, igual que los demás ácaros tienen una fase de huevo fecundado, otra de larva, otra de ninfa y la final de adulta. La larva debe localizar con sus seis patas un anfitrión, para abandonarlo mientras se hace ninfa de ocho patas, ésta debe busca a otro huésped que también la alimente del cual se desprenderá mientras se hace adulta, la cual a su vez tomará a la fuerza un huésped definitivo.