El caballo de hierro era más rápido que el de cuatro patas y jamás se cansaba por larga que fuera la distancia, por enorme que fuera la carga o por numerosos que fueran los pasajeros. Eso sí, tenían un peligrosísimo defecto: no tenían freno para él ni boca para ponérselo. Con todo y eso se impuso en Inglaterra sobre la diligencia y los carruajes. Los administradores ponían en sus contrato de carga y en los boletos de cada viajero, la advertencia de que la empresa no se hacía responsable ni de los accidentes ni de las muertes que ocurrieran en el trayecto.
Las vías eran trazadas en terrenos de un mismo nivel y sin pendientes. En la proximidad de las estaciones se reducían las dotaciones de carbón en las calderas hasta que el ferrocarril se paraba por completo por falta de energía impulsora, un poco más allá o más acá.
Las vías eran trazadas en terrenos de un mismo nivel y sin pendientes. En la proximidad de las estaciones se reducían las dotaciones de carbón en las calderas hasta que el ferrocarril se paraba por completo por falta de energía impulsora, un poco más allá o más acá.
Cuando la velocidad máxima, que era de treinta y cuatro kilómetros por hora se disminuía a diez o menos, sonaban unas bocinas en cada vagón, para que los pasajeros saltaran y contribuyeran a detener la marcha. En 1821, en los días de nuestra Batalla de Carabobo, los ingleses celebraban una victoria tecnológica: habían logrado para las unidades de sus veinticuatro vías ferroviarias los primeros frenos. Consistían en manivelas en cada compartimiento, a las que un operario daba vueltas para que unas zapatas presionaran las ruedas hasta pararlas totalmente. Ellos creían que el efecto se debía a la simple fricción. Hoy se sabe que así de desprendía un calor que dilataba tanto a la rueda como a las zapatas.
Este sistema era muy tardío y había que tener un obrero en cada vagón para que al sonar la sirena, todos ellos empezaran simultáneamente a girar las expresadas manivelas. Los norteamericanos estaban bajo el apremio de cubrir las grandes distancias de su territorio, por lo cual se apropiaron de la capacidad de los europeos en este campo. A mediados del siglo pasado fabricaban locomotoras tan buenas que sus inventores de Inglaterra comenzaron a importarlas por ser más rentable y más eficaces. Entre sus ventajas estaba la que duplicaba la presión del vapor por centímetro cuadrado, dando un mayor impulso al rodaje.
Era imposible aumentar la velocidad por el carácter tan primitivo de los frenos. Esto complicaba la instalación de los rieles pues había que dar muchos rodeos para evitar las bajadas. En los años de 1860 los ingenieros europeos maravillaban a sus contemporáneos, abriendo un túnel en los Alpes, con el bombeo de aire comprimido por tuberías de un kilómetro de longitud. Si con este aire se obtenía la presión para romper la dura roca de una montaña, también se podría emplear para detener la marcha de un tren, pues en ambos casos la resistencia era análoga más o menos. El que así razonó fue un joven norteamericano llamado Jorge Westinghouse.
El ingeniero personaje ensayó reiteradamente el aire comprimido en la detención en el mismo momento de la totalidad de las ruedas de un ferrocarril. La primera prueba la hizo con una locomotora que iba a sesenta y cuatro kilómetros por hora. Sus frenos funcionaron tan bien que el vehículo se paró ciento cincuenta metros más adelante después que se los accionaran. Pero cuesta mucho imponer una innovación tecnológica, sobre todo en un negocio que generaba tantos dividendos sin el menor compromiso de indemnizar a las víctimas de los accidentes que llegaron a arrojar un saldo de veinte mil muertos en un solo año. Pasaron casi dos décadas para que los nuevos frenos fueran aceptados.
Ello hizo posible un mejoramiento espectacular en la manufactura de las locomotoras, que desde 1885 tuvieron diez ruedas en lugar de las cuatro con que hasta entonces contaban. Este relato debe convencer al lector de la tracalería de las películas del oeste norteamericano, en que los bandidos hacen que el maquinista detenga de inmediato el ferrocarril, mientras ellos recorren los vagones para consumar su atraco. Será asunto de otra columna la continuación de la historia del freno. Esta culmina en los alerones de las naves aéreas que puestos contra el viento atenúan la velocidad y con los inversores, mediante los cuales al tocar la tierra , las élices giran en sentido contrario y el chorro de los modernos aviones se emite hacia delante y no hacia atrás. Este hecho causa el ensordecedor ruido de esos aparatos cuando llegan a cada terminal.
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