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enero 09, 2014

Al fundar la antisepsia Ignacio Felipe Semmelewiss abordó la nave en que los envidiosos harían naufragar su vida.

Al fundar la antisepsia Ignacio Felipe Semmelewiss  abordó la nave en que los envidiose harían naufragar su vida.
Aún existe en Budapest el Hospital St. Rochus, donde Semmelweiss reconfirmó la importancia de la antisepsia.

Hubo una época en la que los más pulcros hospitales de Europa, se morían como condenadas inrremisiblemente a la última pena, doce de cada   cien mujeres recientes paridas. Las dos autopsias revelarán que la llamada fiebre puerperal era la causa de estas defunciones que ocurría incluso, en pacientes que había ingresado llena de salud, en las salas de obstetricia.El médico y biólogo Ignacio Felipe Semmlweiss (1818-1865)., era un recién graduado cuando se preguntó por qué ese final trágico no le acontecía a las parturientas atendidas en sus domicilios por sus comadronas. Lucía realmente aventurada la sospecha de un investigador que no había cumplido los 28 años: eran los galenos, a pesar de su toga y birrete los responsables de un mal que no se registraba en manos de las parteras empíricas? 

Semmlweiss  había nacido en ciudad de Pest, al sur del Danubio, asiento de mercaderes y de gentes comunes y trabajadores. Por esa razón era vista desdeñosamente por los habitantes de la margen norte de la otra urbe, donde estaban los poderes públicos y los aristocráticos orgullosos de sus títulos,  sus blasones, y de otras necesidades. El muchacho era despierto y a pesar de la humildad de su origen, pudo conseguir los médios para cruzar el río y para lograr que lo admitieran en las aulas de la Universidad de Buda. El acceso al plantel se lo habían facilitado los mismos profesores que los examinarán y apreciarán su promisoria e inteligencia. 


Si Semmelweiss hubiera vivido un año más, habría disfrutado la satisfacción y el desagravio implícito, que le hubiera dado Pasteur al denunciar a los microbios causantes de enfermedades.

No les defraudaría su confianza pues a los 23 años ellos mismos se complacería poniendole las calificaciones de Summa Cun Laude su tesis doctoral. El prestigio era tal que muy pronto fue llamado por las autoridades sanitarias de Viena, capital del imperio Austro-Húngaro en 1844. Se le nombró jefe de servicios de partos y de inmediato el entendió que  algo debía corregirse con urgencia,  para impedir de desenlace luctuoso de madres que había estado a luz venturosamente. De cierto hecho infortunado le permitió intuir lo que pasaba,  algo desconocido había infectado la pequeña herida de un dedo, que un médicse hiciera mientras disecaba un cadáver.

Este murió a los pocos días y Semmlewiss  advirtió que tanto los síntomas del enfermo autopsiado, coincidían con las de la fiebre puerperal. El especialista dedujo que estaba ante un enemigo invisible y en 1847 dispuso que todos sus colegas se lavaran bien las manos, posibles fuentes de contagio, con una solución de cloro, el mismo que hoy se usa para hacer agua potable. Bajo protesta fue cumplida su disposición, cuyo éxito se evidenciaba al año cuando se había reducido al 1% el 12% de los decesos por fiebre puerperal. Sin embargo, los facultativos austríacos estarán resentidos, pues no quería aceptar que el  húngaro les enmendara la plana, ni mucho menos que les atribuyera las comadronas una higiene mayor. 

Los microbios serán conocidos pero a nadie se le había ocurrido pensar que seres tan minúsculos pudieran minar la vida de un hombre fuerte. Tampoco nuestro biografiado de hoy les reconoció ese rol. Sin embargo, los atacaba como quien lucha victoriosamente contra un adversario en la más absoluta oscuridad, pues el cloro mataba los estreptococos hemolíticos que se fijaban en las manos de los médicos al ponerse en contacto con los cadáveres que debían disecar. Luego, en las maniobras de parto, los microbios pasaban al útero, cuya mucosa convaleciente y sangrante, era un caldo de cultivo para tales gérmenes que de inmediato formaban colonias móviles que se desplazaban por la sangre. 

Semmlewiss  no podía conocer esta explicación, y por este punto flaco sus celosos colegas, lo hicieron devolver a Hungría, aduciendo razonamientos patrióticos, cuando esta nación se alzó contra Austria. Semmlweiss repitió felizmente su experiencia en el hospital St. Rochus de Budapest, pero en su suelo natal también sufrió los ponzoñasos de la envidia profesional. Se le llamó charlatán y se le apostrofó de farsante mientras se consideraba que las bajas de la mortalidad con la antisepsia que él había creado, eran casuales y carecían de un fundamento científico. No resistió la presión del agresivo escepticismo que lo rodeaba y terminó confinado en un manicomio. En 1865, año de su muerte, aparecía el hombre que le daría la razón ante la ciencia y la historia: el químico Luis Pasteur.

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