Eran las ricas y tan abundantes las especies en las islas Moluscas. que el cargamento con que regresara Elcano compensó con creces todo el costo de la expedición de Magallanes.
Aunque Magallanes conservará para siempre el mérito principal de los logros con que enriqueció la geografía histórica y política, uno de sus lugartenientes conquistaría también la posteridad, al concluir triunfalmente la grandiosa aventura. Se trata de Juan Sebastián Elcano (1476-1526), un marinero vasco amigo de la inmensidad del océano y cazador de emociones fuertes, como lo demuestran los episodios de una vida que aunque divorciada del conocimiento, estaba destinado a incrementarlo. En este aspecto y en la temeridad, había de trazar un evidente paralelismo con Magallanes. Ambos se complementaron en un esfuerzo en el que el guipuzcoano dejaría claro que navegando siempre en línea recta, un barco volvía a su punto de partida.
Desde que Elcano culminó el viaje de tres años, a nadie, ni siquiera a los más fanáticos inquisidores, le quedó duda que la tierra y de que el mar era uno solo, que no había siete mares separados, como hasta ese entonces se afirmara. Debemos recordar que tan insólita travesía tenía solo un objetivo, que era el de que el Imperio Español compartiera el control del Archipiélago de Molucas, en el suroeste de Asia, en Indonesia. De allí los portugueses traían a Europa, por la vía oriental, los inapreciables cargamentos de clavos de olor, canela y otras especies, que en esa época alcanzaron un valor económico tan grande como el del petróleo en nuestro tiempo.
Juan Sebastián Elcano tentaba a la muerte por segunda vez en agosto de 1526, cuando lo sepultaran en las aguas del Pacífico.
El 8 de septiembre de 1521, los dos barcos que quedaban llegaron a Tidore, donde Elcano obtuvo del Sultán y a cambio de espejuelos y bagatelas, un inestimable cargamento de especies. En esta escala, en las Molucas, su suerte había sido mejor que en las islas de San Lázaro, como fueron bautizadas las Filipinas. El mismo reyezuelo que le fingiera a Magallanes su sometimiento a la autoridad española, a la muerte de ésta mataría a 32 oficiales de la expedición, mientras disfrutaban de un copioso banquete que les ofreciera. A este hecho siguió el de la quema de una embarcación.
En Tidore, el comandante de la Trinidad, Espinoza, se quedaría para repararla, con tan mala fortuna que un flota portuguesa que llegara, lo apresó y lo mandó a Lisboa en compañía de sus tripulantes. Elcano siguió adelante, haciendo gala de un coraje que no se arredraba ni ante a la hostilidad, muy justificada por cierto, de los aborígenes, ni ante la escasez continua de provisiones, ni ante la rebelión de los elementos durante las tempestades. En algún momento, después que salieron de los linderos de las aguas casualmente en calma, tanto Magallanes como Elcano, debieron pensar que el nombre del Océano Pacífico, que le dieran a aquella inmensidad acuática había sido un tanto precipitado.
Elcano tenía a su favor la circunstancia de que habían cesado los amotinamientos, pues al atravesar el Océano Indico, todos sabían que iban de regreso. Es de advertir que en varias oportunidades estos navegantes debieron valerse de la destreza de excelentes pilotos asiáticos, los únicos que tenían el dominio completo de la enorme extensión azul. Cuando pasaron por la India se sintieron como en casa porque las rutas de ésta con Europa eran conocidas desde muchos siglos antes. Pasaron frente a la punta del triángulo que hay en el África del Sur, en el cabo de la Buena Esperanza y ascendieron hacia el norte hasta llegar al Archipiélago de Cabo Verde, posesión portuguesa, donde por poco son descubiertos, pues le hicieron creer al gobernador que regresaban de América.
Mediante ese engaño habían obtenido los pertrechos con los que huyeron a España. El 8 de septiembre de 1521 Juan Sebastián Elcano se consagraba en la historia como el primero en darle la vuelta al mundo. Ese día La Victoria, la única de las cinco naves que retornara y 18 tripulantes hambrientos y cubiertos de harapos, únicos sobrevivientes de los 237 hombres de la expedición, eran aclamados en Sevilla luego de su espectral entrada en aquel puerto. La odisea abriría un capitulo decisivo en la ciencia de la cartografía y del tiempo: en el futuro la Tierra sería como un enorme reloj con 360 compartimientos verticales o grados, cada uno de ellos equivalentes a cuatro minutos.
Aunque Magallanes conservará para siempre el mérito principal de los logros con que enriqueció la geografía histórica y política, uno de sus lugartenientes conquistaría también la posteridad, al concluir triunfalmente la grandiosa aventura. Se trata de Juan Sebastián Elcano (1476-1526), un marinero vasco amigo de la inmensidad del océano y cazador de emociones fuertes, como lo demuestran los episodios de una vida que aunque divorciada del conocimiento, estaba destinado a incrementarlo. En este aspecto y en la temeridad, había de trazar un evidente paralelismo con Magallanes. Ambos se complementaron en un esfuerzo en el que el guipuzcoano dejaría claro que navegando siempre en línea recta, un barco volvía a su punto de partida.
Desde que Elcano culminó el viaje de tres años, a nadie, ni siquiera a los más fanáticos inquisidores, le quedó duda que la tierra y de que el mar era uno solo, que no había siete mares separados, como hasta ese entonces se afirmara. Debemos recordar que tan insólita travesía tenía solo un objetivo, que era el de que el Imperio Español compartiera el control del Archipiélago de Molucas, en el suroeste de Asia, en Indonesia. De allí los portugueses traían a Europa, por la vía oriental, los inapreciables cargamentos de clavos de olor, canela y otras especies, que en esa época alcanzaron un valor económico tan grande como el del petróleo en nuestro tiempo.
Juan Sebastián Elcano tentaba a la muerte por segunda vez en agosto de 1526, cuando lo sepultaran en las aguas del Pacífico.
El 8 de septiembre de 1521, los dos barcos que quedaban llegaron a Tidore, donde Elcano obtuvo del Sultán y a cambio de espejuelos y bagatelas, un inestimable cargamento de especies. En esta escala, en las Molucas, su suerte había sido mejor que en las islas de San Lázaro, como fueron bautizadas las Filipinas. El mismo reyezuelo que le fingiera a Magallanes su sometimiento a la autoridad española, a la muerte de ésta mataría a 32 oficiales de la expedición, mientras disfrutaban de un copioso banquete que les ofreciera. A este hecho siguió el de la quema de una embarcación.
En Tidore, el comandante de la Trinidad, Espinoza, se quedaría para repararla, con tan mala fortuna que un flota portuguesa que llegara, lo apresó y lo mandó a Lisboa en compañía de sus tripulantes. Elcano siguió adelante, haciendo gala de un coraje que no se arredraba ni ante a la hostilidad, muy justificada por cierto, de los aborígenes, ni ante la escasez continua de provisiones, ni ante la rebelión de los elementos durante las tempestades. En algún momento, después que salieron de los linderos de las aguas casualmente en calma, tanto Magallanes como Elcano, debieron pensar que el nombre del Océano Pacífico, que le dieran a aquella inmensidad acuática había sido un tanto precipitado.
Elcano tenía a su favor la circunstancia de que habían cesado los amotinamientos, pues al atravesar el Océano Indico, todos sabían que iban de regreso. Es de advertir que en varias oportunidades estos navegantes debieron valerse de la destreza de excelentes pilotos asiáticos, los únicos que tenían el dominio completo de la enorme extensión azul. Cuando pasaron por la India se sintieron como en casa porque las rutas de ésta con Europa eran conocidas desde muchos siglos antes. Pasaron frente a la punta del triángulo que hay en el África del Sur, en el cabo de la Buena Esperanza y ascendieron hacia el norte hasta llegar al Archipiélago de Cabo Verde, posesión portuguesa, donde por poco son descubiertos, pues le hicieron creer al gobernador que regresaban de América.
Mediante ese engaño habían obtenido los pertrechos con los que huyeron a España. El 8 de septiembre de 1521 Juan Sebastián Elcano se consagraba en la historia como el primero en darle la vuelta al mundo. Ese día La Victoria, la única de las cinco naves que retornara y 18 tripulantes hambrientos y cubiertos de harapos, únicos sobrevivientes de los 237 hombres de la expedición, eran aclamados en Sevilla luego de su espectral entrada en aquel puerto. La odisea abriría un capitulo decisivo en la ciencia de la cartografía y del tiempo: en el futuro la Tierra sería como un enorme reloj con 360 compartimientos verticales o grados, cada uno de ellos equivalentes a cuatro minutos.
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