La Ciencia Amena de Arìstides Bastidas
23 de Diciembre de 1982
23 de Diciembre de 1982
Afortunadamente el petróleo bruto no cede su energía en forma súbita, porque sus moléculas de hidrógeno y carbono necesitan, para arder, de oxígeno. Como este no anda en ellas, tiene que tomarlo del aire circundante, lo cual retrasa la combustión. Ahora bien, si las llamas están dentro de un recinto pueden generarse gases que bajo los efectos del calor, desarrollan presiones semejantes a las poderosas ondas de choque. Según lo asienta nuestra bibliografía, éste es uno de los riesgos que deben ser conjurados cuando se desata el incendio de un centro de hidrocarburos en explotación. Obsérvese que sería imposible una cocina que funcionara bien con petróleo crudo.
En el famoso incendio de gas metano que hubo en el Sahara, en que se perdieron 130 millones de bolívares en petróleo, se produjo una llamarada de 140 metros de alto que se divisaba por las noches a 150 kilómetros de distancia.
Ya sabemos que los hidrocarburos son reservorios de energía química, iguales a los del carbón de piedra, a los de la leña, a los de la celulosa contenida en ella, a los de los carbohidratos, los azúcares y las proteínas. Estas sustancias tienen entre sí la característica común de que liberan su calor cuando se oxidan, de un modo relativamente sosegado. Este periódico que ustedes leen ahora, se está quemando tan imperceptiblemente, que sólo dentro de ochenta o cien años, le veremos el color amarillo del papel cuando se empieza a chamuscar. El alimento que nos comimos ayer es el que nos ha dado las moléculas que al oxidarse en el interior de nuestras células, nos proporcionan la energía para movernos y pensar, para el trabajo de nuestras vísceras y para mantenernos a los 37 grados C de nuestro cuerpo.
Frente a estas combustiones lentas, están las aceleradas, que van desde la brasa, que nos causaría una quemadura de tercer grado, hasta las llamaradas de los grandes siniestros. Pero aún en estos últimos casos, no surgen las explosiones. Las detonaciones no llegan a producirse porque tanto el calor el calor de los gases, se dispersan en el aire libre pacíficamente y sin causar nuevas complicaciones espectaculares. Se infiere una que una explosión necesita condiciones adicionales a las de la energía madre que la ha engendrado, para el bien en unos casos, para el mal en otros.
Si el motor no fuera una cámara hermética, la gasolina, herida por la chispa en su interior, no haría ningún efecto, pues sus gases se diseminarían sin hacer ningún trabajo y con la inocuidad del perfume de una bella dama que pasa a nuestro lado. Por supuesto, que sin ese encanto. Ahora bien, los gases de la gasolina, al intentar expandirse, no pueden hacerlo contra las paredes de su cárcel. Adoptan entonces la única alternativa que es la de presionar el pistón que pondrá en marcha el carro y por donde pueden escapar. La presión que ejercen a la Batavia salida es muy violenta, lo cual explica el rugido de la máquina, o mejor dicho, sus reiteradas explosiones.
Como hemos visto, el encierro y la rápida combustión, son factores que los explosivos requieren para manifestarse. La bala de un arma de fuego es también un buen ejemplo. Si la pólvora de su carga la vaciáramos sobre algo al aire libre se consumiría prontamente ante la llama de un fósforo, despidiendo sólo el inofensivo ruido de un cohete de feria cuando lo sueltan. Este paso es el de la deflagración que libera los gases y el calor que los dilata, a fin de que impulsen la salida del proyectil, luego del estampido. Nótese que en el caso de la gasolina, el oxígeno se toma del aire, pero en el de la pólvora, el oxígeno anda condensado en su seno y en la compañía de carbono, azufre y nitrato.
Hay casos tan insólitos de liberación de energía, que aún el espacio abierto de una gran zona, se comporta como una cámara cerrada. Tal ocurre con las detonaciones de las bombas atómicas y de hidrógeno, que por cierto, no están entre los explosivos. Ellas generan una onda de choque que en segundos antes de dispersarse tiene la fuerza suficiente para derribar árboles, monumentos y edificios en kilómetros a la redonda. Las erupciones del volcán Krakatoa, en indonesia, en 1883 tenían tal poder que arrastraron varios kilómetros por tierra, barcos anclados en un puerto, hicieron nacer una isla nueva y causaron destrozos en la población de Batavia a ciento cincuenta y cuatro kilómetros de distancia.
Ya sabemos que los hidrocarburos son reservorios de energía química, iguales a los del carbón de piedra, a los de la leña, a los de la celulosa contenida en ella, a los de los carbohidratos, los azúcares y las proteínas. Estas sustancias tienen entre sí la característica común de que liberan su calor cuando se oxidan, de un modo relativamente sosegado. Este periódico que ustedes leen ahora, se está quemando tan imperceptiblemente, que sólo dentro de ochenta o cien años, le veremos el color amarillo del papel cuando se empieza a chamuscar. El alimento que nos comimos ayer es el que nos ha dado las moléculas que al oxidarse en el interior de nuestras células, nos proporcionan la energía para movernos y pensar, para el trabajo de nuestras vísceras y para mantenernos a los 37 grados C de nuestro cuerpo.
Frente a estas combustiones lentas, están las aceleradas, que van desde la brasa, que nos causaría una quemadura de tercer grado, hasta las llamaradas de los grandes siniestros. Pero aún en estos últimos casos, no surgen las explosiones. Las detonaciones no llegan a producirse porque tanto el calor el calor de los gases, se dispersan en el aire libre pacíficamente y sin causar nuevas complicaciones espectaculares. Se infiere una que una explosión necesita condiciones adicionales a las de la energía madre que la ha engendrado, para el bien en unos casos, para el mal en otros.
Si el motor no fuera una cámara hermética, la gasolina, herida por la chispa en su interior, no haría ningún efecto, pues sus gases se diseminarían sin hacer ningún trabajo y con la inocuidad del perfume de una bella dama que pasa a nuestro lado. Por supuesto, que sin ese encanto. Ahora bien, los gases de la gasolina, al intentar expandirse, no pueden hacerlo contra las paredes de su cárcel. Adoptan entonces la única alternativa que es la de presionar el pistón que pondrá en marcha el carro y por donde pueden escapar. La presión que ejercen a la Batavia salida es muy violenta, lo cual explica el rugido de la máquina, o mejor dicho, sus reiteradas explosiones.
Como hemos visto, el encierro y la rápida combustión, son factores que los explosivos requieren para manifestarse. La bala de un arma de fuego es también un buen ejemplo. Si la pólvora de su carga la vaciáramos sobre algo al aire libre se consumiría prontamente ante la llama de un fósforo, despidiendo sólo el inofensivo ruido de un cohete de feria cuando lo sueltan. Este paso es el de la deflagración que libera los gases y el calor que los dilata, a fin de que impulsen la salida del proyectil, luego del estampido. Nótese que en el caso de la gasolina, el oxígeno se toma del aire, pero en el de la pólvora, el oxígeno anda condensado en su seno y en la compañía de carbono, azufre y nitrato.
Hay casos tan insólitos de liberación de energía, que aún el espacio abierto de una gran zona, se comporta como una cámara cerrada. Tal ocurre con las detonaciones de las bombas atómicas y de hidrógeno, que por cierto, no están entre los explosivos. Ellas generan una onda de choque que en segundos antes de dispersarse tiene la fuerza suficiente para derribar árboles, monumentos y edificios en kilómetros a la redonda. Las erupciones del volcán Krakatoa, en indonesia, en 1883 tenían tal poder que arrastraron varios kilómetros por tierra, barcos anclados en un puerto, hicieron nacer una isla nueva y causaron destrozos en la población de Batavia a ciento cincuenta y cuatro kilómetros de distancia.
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