A la indignación contra Darwin por haber sostenido que el hombre y el mono tenían antecesor común, se sumaron las burlas de que fue objeto, por afirmar que los seres vivos constituían cadenas o comunidades. Los eslabones estaban representados por las diferentes especies de vegetales y animales que compartieran el mismo habitat. Para ilustrar su planteamiento se valió de un ejemplo accesible para sus compatriotas británicos. Los gatos diezmaban a los ratones que por esta razón se comían sólo una cantidad limitada de abejorros, su plato predilecto. A salvo de los excesos de sus enemigos, tales insectos conservaban las poblaciones necesarias para polinizar el trébol rojo. Este prosperaba en las porciones demandadas por los vacunos para alimentarse.
Como la comida de los marineros se hacía con raciones de carne seca de aquel ganado, el biólogo Julian Huxley, comentó bromeando que Gran Bretaña debía su potencial naval a las solteronas y a su dedicación por los gatos. Parecerá increíbe, pero el siglo pasado terminó sin que el gran público comprendiera verdades ecológicas, al alcance de un escolar moderno. Por ejemplo, los microorganismo del plancton alimentan las larvas de los crustáceos y moluscos, éstas a los pececillos, éstos a las sardinas, éstas a los bacalaos y éstos a los tiburones. Fue a principio de esta centuria cuando se entendió que el equilibrio de la naturaleza dependía de una relación adecuada entre devorados y devoradores. Desde los tiempos antiguos los europeos conservaron gran parte de sus bosques, sin tener conciencia del bien que le hacían de ese modo a la vida. En los años 1830 el amor a los cuáqueros por las criaturas de Dios, que así se llamaban a las plantas y a los animañes silvestres, inspiraba el primer movimiento deliberado de un grupo humano, en favor del establecimiento obligatorio de reservas forestales. En 1833 se hacía eco de esta demanda el pintor de indios, Geoge Catlin, motivado por las relaciones armoniosas de áquelos con su ambiente. Su llamado y el de muchos otros que lo secundaron cayó en el vacío. Los congresantes adujeron que la misión del gobierno era la de esclavizar, y no la de propiciar la crianza de animales salvajes.
En esta filosofía se fundó el decreto de eliminar a tiro limpio a los 45 millones de bisontes, que durante milenios perpetuaran su especies en las opulentas praderas norteamericanas. En 1612 se les vio en la tierra en las que se yergue la ciudad de Washington, el hombre los obligó a replegarse en las llanuras noroccidentales donde se les sometió a un extreminio tal, que a fines del siglo pasado estaban ausentes del todo en zonas en las que formaran los más inmensos rebaños registrados por la mirada humana. Escaparon a la extinción, gracias a la protección de la policía montada del Canadá que cuidó de mantener y reproducir unas cuantas parejas sobrevevinientes. En EE.UU se tomaron medidas en pro de los bisontes que nadie obedeció.
El mayor de los grupos de estos animales en los parques nacionales de la gran nación, descienden de 4 crías que el indio Coyote Caminante rescató y escondió en el territorio de su tribu. Fue en 1931 cuando por propia y dramática experiencia, los norteamericanos aprendieron su primera lección de ecología. Al norte de Arizona había un bosque tan hermoso que se le consideraba la residencia de Blanca Nieves y los 7 enanos. El bosque de kaíbab, que tal era su nombre, mantenía una población estable de 4 mil venados, gracias a la cacería de pumas, coyotes, lobos y linces, así como la de los pieles rojas. En 1906 el Presidente Teodoro Roosevelt, por considerar que los venados eran un recurso valioso, prohibió que se les cazara y ordenó la eliminación de los expresados carnívoros.
En 1924 había 100 mil venados en Kaíbab. Libres de sus depredadores, acabaron con los arbolitos y arbustos de su dieta habitual. Luego arremetieron contra las cortezas y tallos de los arboles. Siete años después, a pesar de que se permitía la caza de los inocentes vegetarianos, el bosque encantado estaba cubierto de troncos secos y de malas hierbas. De las buenas no quedaban ni las raíces. Los venados morían de inanición o de enfermedades que antes no habían sufrido. Una catástrofe similar amenazó a la Isla de Royale en el Lago Superior, por la invasión de alces de Canadá que lo cruzaran a nado. El hecho no se consumó por el advenimiento de una jauría de lobos. Ambas especies conviven hoy en la isla, adaptadas a las conveniencias de su flora y de su fauna.
Como la comida de los marineros se hacía con raciones de carne seca de aquel ganado, el biólogo Julian Huxley, comentó bromeando que Gran Bretaña debía su potencial naval a las solteronas y a su dedicación por los gatos. Parecerá increíbe, pero el siglo pasado terminó sin que el gran público comprendiera verdades ecológicas, al alcance de un escolar moderno. Por ejemplo, los microorganismo del plancton alimentan las larvas de los crustáceos y moluscos, éstas a los pececillos, éstos a las sardinas, éstas a los bacalaos y éstos a los tiburones. Fue a principio de esta centuria cuando se entendió que el equilibrio de la naturaleza dependía de una relación adecuada entre devorados y devoradores. Desde los tiempos antiguos los europeos conservaron gran parte de sus bosques, sin tener conciencia del bien que le hacían de ese modo a la vida. En los años 1830 el amor a los cuáqueros por las criaturas de Dios, que así se llamaban a las plantas y a los animañes silvestres, inspiraba el primer movimiento deliberado de un grupo humano, en favor del establecimiento obligatorio de reservas forestales. En 1833 se hacía eco de esta demanda el pintor de indios, Geoge Catlin, motivado por las relaciones armoniosas de áquelos con su ambiente. Su llamado y el de muchos otros que lo secundaron cayó en el vacío. Los congresantes adujeron que la misión del gobierno era la de esclavizar, y no la de propiciar la crianza de animales salvajes.
En esta filosofía se fundó el decreto de eliminar a tiro limpio a los 45 millones de bisontes, que durante milenios perpetuaran su especies en las opulentas praderas norteamericanas. En 1612 se les vio en la tierra en las que se yergue la ciudad de Washington, el hombre los obligó a replegarse en las llanuras noroccidentales donde se les sometió a un extreminio tal, que a fines del siglo pasado estaban ausentes del todo en zonas en las que formaran los más inmensos rebaños registrados por la mirada humana. Escaparon a la extinción, gracias a la protección de la policía montada del Canadá que cuidó de mantener y reproducir unas cuantas parejas sobrevevinientes. En EE.UU se tomaron medidas en pro de los bisontes que nadie obedeció.
El mayor de los grupos de estos animales en los parques nacionales de la gran nación, descienden de 4 crías que el indio Coyote Caminante rescató y escondió en el territorio de su tribu. Fue en 1931 cuando por propia y dramática experiencia, los norteamericanos aprendieron su primera lección de ecología. Al norte de Arizona había un bosque tan hermoso que se le consideraba la residencia de Blanca Nieves y los 7 enanos. El bosque de kaíbab, que tal era su nombre, mantenía una población estable de 4 mil venados, gracias a la cacería de pumas, coyotes, lobos y linces, así como la de los pieles rojas. En 1906 el Presidente Teodoro Roosevelt, por considerar que los venados eran un recurso valioso, prohibió que se les cazara y ordenó la eliminación de los expresados carnívoros.
En 1924 había 100 mil venados en Kaíbab. Libres de sus depredadores, acabaron con los arbolitos y arbustos de su dieta habitual. Luego arremetieron contra las cortezas y tallos de los arboles. Siete años después, a pesar de que se permitía la caza de los inocentes vegetarianos, el bosque encantado estaba cubierto de troncos secos y de malas hierbas. De las buenas no quedaban ni las raíces. Los venados morían de inanición o de enfermedades que antes no habían sufrido. Una catástrofe similar amenazó a la Isla de Royale en el Lago Superior, por la invasión de alces de Canadá que lo cruzaran a nado. El hecho no se consumó por el advenimiento de una jauría de lobos. Ambas especies conviven hoy en la isla, adaptadas a las conveniencias de su flora y de su fauna.
La Ciencia Amena. Arístides Bastidas.
U día tal como hoy, 2 de Octubre de 1991
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