Anualmente se evaporan para formar nubes y retornar en lluvias más de 4 millones de litros de agua.
Las sensaciones de calor y frío que experimentamos no se deben sólo a la temperatura sino también al viento y a la humedad. Esta última no falta nunca en árboles, lagos, ríos, mares y aún en las ciudades habitadas. Los acueductos y los excedentes cloacales son fuentes tan activas de humedad como los depósitos naturales del amistoso líquido. Hablamos de la humedad invisible del aire, alimentada también por la transpiración de las plantas y las exhalaciones nuestras y de los demás animales. Esta humedad está siempre en tránsito entre la tierra y las alturas de hasta doce mil metros donde se condensa en goticas ultramicroscópicas y forma las nubes.
En este caso la hornilla llameante es el Sol, Tierra y mar son la olla con agua y al atmósfera superior es la tapa de la olla en la que el agua gaseosa se condensa en gotas. En la olla el agua se gasifica violentamente a los cien grados C. En la tierra y el mar el agua se gasifica incluso a temperaturas por debajo de las del hielo. El primer caso es vaporización y el otro del que hablaremos es la evaporización. Esto ocurre ordinariamente de modo apacible y su velocidad siempre pausada es determinada por la intensidad del calor, o mejor dicho, de la energía que reciba. Es bueno recordar que por debajo del cero grado C quedan todavía doscientos sesenta y tres grados de temperatura. De allí que la verdadera temperatura de nuestro cuerpo sea de trescientos diez grados C.
La evaporización, por cierto no tiene la culpa del malestar que sentimos cuando el sudor se adhiere a nuestra piel. Esto pasa cuando abundan nubes sobre cabezas que no acaban de caer. Llega un momento en que no puede incorporar más vapor de agua y éste satura toda la atmósfera. El aire de nuestro entorno tampoco puede absorber la humedad escapada por nuestros poros. A mayor calor mayor es la saturación de vapor en el aire y mayor es el sofocamiento que sufrimos. Es entonces cuando la brisa puede obrarnos la sensación de una caricia tan plácida como la de un ser amado. ¿Cuál es la causa de que ella o un ventilador nos refresque tan agradablemente?
Resulta que las moléculas de agua permanecen juntas a la fuerza o mejor, porque se atraen con el mismo poder de imanes con polos opuestos. Las que ascienden a la superficie del líquido toman energía de su entorno y vuelven al exterior en busca de la libertad. La superficie del agua es como una puerta abierta y por ella se disparan. Como para ese fin arrastran el calor ajeno, enfrían el lugar donde estaban. Eso explica lo grata que se pone el agua de los tinajeros y que bajo un sol ardiente el mar nos sorprenda con su frialdad en la primera zambullida. Cuando sudamos aunque el aire esté saturado de vapor, el viento arrastra las capas cálidas que rodean nuestro cuerpo y también a las moléculas de agua, que al desprenderse se llevan parte del calor que nos mortificaba.
El efecto es igual al que usted, ahora mismo, disfrutaría en las partes de la piel que soplara después de mejorarla con alcohol. Este frío sería más acentuado por la mayor volatidad de ese producto. Ya dijimos que al aumentar el calor aumenta también la humedad del aire. En efecto, a –30 grados de la humedad absoluta del aire es de 0,35 gramos por metro cúbico de aire; a –20 es de 0.90; a –10 es de 2,17; a 0 grados C, es de 4,85; a 10 grados C, es de 9,39; a 20 grados C, es de 17,19; a 30 grados C, es de 30,41; a 40 grados C, es de 50,80 por metro cúbico de aire. Es paradójico que donde falta la humedad del todo sean imprescindibles varias cobijas por las noches.
Los desiertos se tragan el 90 por ciento del calor solar durante el día, pero con el crepúsculo se desprenden del mismo porcentaje. En cambio en la tierra húmeda, los depósitos de agua líquida y las arboledas son lentas en devolver el calor atrapado en el día y por eso no son bruscas las diferencias entre las temperaturas del atardecer y las del amanecer. La humedad es pues, parte del contexto climatológico de las regiones pobladas y hace siglos los campesinos europeos constituyeron los primeros medidores de la humedad, es decir los giroscopios. De una cabulla de algodón trenzado hacían pender un bastón en forma horizontal. Este giraba hacia un lado para anunciar lluvias o hacia el otro para lo contrario. El movimiento era determinado por la cuerda al estirarse porque había mucha humedad o al encogerse porque había poca. Hoy sabemos que nuestro cabello se alarga imperceptiblemente en vísperas de un aguacero y se acorta del mismo modo cuando hace un buen tiempo.
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