Un día tal como hoy, 20 de Diciembre de 1983
Cierto adagio conservacionista dice que cuando se cortó el primer árbol, comenzó la destrucción de la naturaleza. Es infundada esta afirmación porque desde los remotos milenios del Pleistoceno, los tatarabuelos de los castores iniciaron la tala para construir sus viviendas y convertirse en precursores de la ingeniería e hidráulica civil. Aquellos mamíferos procedían, como sus actuales descendientes, con la sensatez propia de quien usa inteligentemente un recurso porque saben que le va a pesar si lo elimina. Ustedes, mis indulgentes lectores, se estarán preguntando cómo se podría serruchar un tronco en una época en que ni soñaban aparecer los seres humanos y en que los metales permanecían absolutamente vírgenes e inútiles en las entrañas de la tierra.
Un castor trasladando hacia un canal las ramas que después cortará en trocitos. Estos animales pueden palpar, arrastrar, empujar, tirar, dirigir y arañar con sus dos manos, con las cuales cargan a sus crías como las madres humanas a sus bebés. (Rep. García)
Los antepasados de los castores carecían obviamente de herramientas, más para derribar álamos, sauces y otros tallos gruesos utilizaron el duro marfil de sus incisos, la virtud de estos para crecer a medida que se desgataban por el roce y su habilidad de roedores titulares. Estos animales pueden cercenar en apenas un cuarto de hora, un tallo de quince centímetros de diámetro. Es cierto que no prevén el lado hacia donde caerá el árbol y por eso a veces trabajan en vano, ya que el mismo puede recostarse en las ramas del vecino o desplomarse hacia la parte del opuesto del río, donde el cuadrúpedo fabrica su refugio.
El acceso a la vivienda se hace por túneles que desembocan en el lecho del río y por lo que estos animales ascienden hasta la parte seca de sus domicilios. De este modo los castores se aseguraron de una fortaleza a la que ellos podían escapar en caso de peligro, si el riesgo de que sus posibles depredadores se improvisaran una rica cena con sus carnes, que no son tan exiguas, ya que pesan hasta veintisiete kilogramos, en la que no se incluye la espesa y hermosa pelambre, con que se protegen de las heladas invernales pues son pobladores de la zonas templadas de Eurasia y Norteamérica. Hasta el siglo XVIII fueron objeto de un atroz exterminio por parte de los tramperos que comerciaban con sus piezas.
Pero a comienzos del siglo pasado se acabó la demanda de los sombreros de los sombreros de castor y el gobierno de los Estados Unidos, decretó la veda en la cacería de esos mamíferos, lo que determino la próspera reaparición de estos en grandes cuerpos de agua como los de Pensilvania. Huelga decir que sus dones de pioneros de la arquitectura fluvial, les habrían bastado de muy poco, de no ser por las características de adaptación al agua que les diera la evolución. Tiene cortinas que cierran todos los orificios de su cuerpo al entrar en el líquido y pulmones que almacenan suficiente oxígeno para pasar quince minutos sin aspirar el aire. Sus patas traseras de cinco dedos cada una, se parecen por sus pliegues a las de los patos, y las utilizan igualmente como velocísimos remos, al tiempo que con sus colas aplanadas pueden dar rápidos e inesperados virajes cuando nadan.
Son los roedores más grandes del Hemisferio Norte y sus madres los amamantan sólo por tres semanas, al cabo de las cuales les imponen una dieta de hojas tiernas. Cuando vuelve el invierno ya su organismo habrá avanzado lo necesario para obtener de las ramas y cortezas de los árboles guardadas en el fondo del dique, las proteínas para el crecimiento y las calorías para sus procesos vitales. Al despertar sus hormonas celebrarán su enlace nupcial, no en una alcoba bien abrigada ni tampoco a la luz de la luna, sino debajo del agua y en la misma posición de las parejas humanas.
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