Un día tal como hoy, 30 de Octubre de 1987
El problema de la obesidad y de los cortocircuitos que ocasiona, es casi exclusivo de la gente con posibilidades de comer más de los que necesita. En este caso la gula es un pecado que lleva en sí su propia penitencia (Rep. García)
Nunca se sabrá si en los albores de la vida primigenia existían esos paquetes blandos y compactos de energía que son las grasas. Los biólogos están persuadidos de que sin glucosa disponible, los primeros seres unicelulares debieron usar otra, tal vez la procedente de la oxidación de compuestos de azufre. Las grasas aparecieron quizás en individuos pluricelulares, con la evolución necesaria para tomar medidas preventivas. Alguna inteligencia debía rondarles cuando fueron capaces de diferenciar la abundancia de la escasez y cuando supieron aprovechar la primera para defenderse de la segunda. Acabo de insinuar de que las grasas son las monedas echadas en una alcancía por un por si acaso.
Ese mecanismo es bien conocido por los fisiólogos contemporáneos. Cuando comemos en demasía, no sólo hay glucosa de carbohidratos y demás azucares que se transforman en grasa, sino también aminoácidos. Las calorías a razón de cuatro por gramo de carbohidratos o de proteínas, reciben un tratamiento particular en el hígado. Este se percata de que no tiene espacio para seguirlas acumulando en la forma concentrada de glucógeno y acude a otra estrategia. Constituye esos compuestos de tres moléculas sacados de la glicerina, popularizados por su nombre de triglicéridos. Son transportados del expresado órgano a las células grasas del tejido adiposo que hay debajo de la piel.
El Páncreas hace asimilable con insulina la glucosa necesaria y la excedente. Esta es convertida en triglicéridos por el hígado que la despacha al tejido adiposo al tiempo que fabrica bilis para digerir las grasas foráneas. (Rep. García)
El contenido energético de la grasa es mayor en doscientos veinticinco por ciento al de las moléculas del pan, los tubérculos o cualquier sabroso dulce. Un gramo de grasa tiene nueve calorías y el mismo es tan viviente como un gramo de cualquiera de los demás tejidos que los forman. Los antiguos advirtieron sin saberlo la importancia de este don bioquímico. En la Biblia se le considera como signo de la dignidad, del poder y de la riqueza. Por eso se le quemaba en los altares de los sacrificios en honor de Yahvé. De hace más de tres mil años datan en consecuencia las lamparitas de aceite de las iglesias en señal de la devoción por el santísimo sacramento.
Moisés prohibió a los suyos el consumo de las que había bajo las pieles de corderos, cabras y bueyes, los animales preferentemente inmolados durante estas ceremonias rituales. Entre los señores árabes los obesos eran más respetados y acatados por sus súbditos que los flacos cuya contextura era vista como una expresión de debilidad física y espiritual. Los accidentes cardiológico y cerebrales por el colesterol se desconocían. Eran pocos los que llegaban a las edades en que la arteriosclerosis se enseñorea y además, no sufrían la angustia de ser o no ser, de llegar o no llegar tan característica en esa pistas de agresiva competencia que son virtualmente las ciudades.
Los inventores de las grasas fueron los animales marinos, puesto que no saben producirla ninguna de las treinta especies vegetales que los acompaña y de las que se alimentan. El pescado y sus afines son más saludables porque sus grasas no son saturadas, es decir, no tienen el exceso de átomos de hidrógeno rodeando a un solo átomo de carbono que encontramos en las mantecas y el cebo de los herbívoros terrestres. Por cierto que las grasas se alojan en los interticios de la carne. En le lomito hay un 4,5 por ciento de ellas, que llegan a ser de un veinticinco por ciento en el pernil de cerdo. Las grasas monoinsaturadas que tienen un átomo de hidrógeno menos que las saturadas son neutras en cuanto al colesterol.
En cambio las poliinsaturadas y ese es el caso de los aceites vegetales con la excepción de los de coco y palma africana, están libres de varios átomos de hidrógeno por cada átomo de carbono. Eso les confiere la virtud des ser enemigas del colesterol, que requiere 16 átomos de hidrógeno por cada molécula. No hay que olvidar que lo nocivo es el exceso de este fantasma. El organismo, desde que está en la fase embrionaria del útero, lo fabrica para integrarlo en un uno al 10 por ciento entre las células ordinarias del cuerpo, en un 30 por ciento en las del cerebro y hasta en un 90 por ciento las de la médula ósea. Una vez más comprobamos que es el abuso lo que hace malos a los productos de la naturaleza.
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