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diciembre 06, 2012

El buey y la mula inventaron la calefacción al natural para que el niño no temblara sobre el heno del pesebre.

El buey y la mula inventaron la calefacción al natural para que el niño no temblara sobre el heno del pesebre.
Dos animales, símbolos del trabajo y de la mansedumbre, a falta de otros dones ofrendarán con su aliento al Niño Jesús.
La tecnología de los pingüinos contra el frío incluye además del abrigo de sus plumas, un metabolismo de alta velocidad para generar más calor que el absorbido por los hielos polares.
Durante estos días, un frío invernal, casi colindante con el de la nieve, se instalaba en Judea, obligando a las gentes a refugiarse entrada la noche, en la lumbre doméstica de las viviendas. Los visitantes de Belén, la Casa del Pan, debían guarecerse dentro de los mesones donde el calor de la leña encendida se completaba con el fragoroso vino de viejas vendimias. José y María se habían quedado sin posada quizás, porque el cánon de arrendamiento, por la congestión de gente que fuera a censarse, era muy inflado para ellos. Como si fuera poco, a la falta de albergue surgían ahora los dolores de parto que ni ella ni él aguardaban aún. En estas condiciones el pesebre pareció ser otra bendición del cielo.

El heno ofrecía su fragilidad de mullido de colchón, para el descanso reparador. Y cuando nació el Niño Dios, no había lumbre en el entorno pero sí la calefacción natural, que con sus veinte litros de aire cálido a cada instante ofrendaban los otros dos huéspedes del establo. Jesús, que tal vez pensaba ya, debió preguntarse cómo hacían las dos mansas bestias para emitir tanto calor, si éste es hijo del fuego y ellas no eran dragones. Quizá con sus dones divinos pudo explicarse que dentro del cuerpo de los dos animales algo ardía, de modo tan lento que en vez de quemar surtía el efecto de una caricia protectora.

En efecto, el buey y la mula no podrían ufanarse de sus conocimientos sobre química y termodinámica, pero lo usaban en el máximo de sus propiedades, esta vez no sólo para servirse a sí mismos sino también al cuerpecito pobremente abrigado del recién nacido. Seguramente el futuro redentor entendió también el origen de aquella sostenida temperatura. Los mamíferos son criaturas en cierto modo privilegiadas, porque tienen en la base del cerebro un departamento llamado hipotálamo, que vigila día y noche en medio del hielo o del sol tropical para que los cuerpos que controlan mantengan invariables sus niveles naturales de calor.

Los niños de todo el mundo podrían volver a la carga para indagar si el horno interno que nos hace exhalar aire caliente igual que el buey y la mula, se alimenta con gas como las cocinas, con carbón como las antiguas fraguas o con leña como los fogones campesinos. Hay ciertas analogías con todos esos ejemplos, pero nuestro fogón, como el de la mula y el buey, emplea procedimientos mucho más complicados. Los cuadrúpedos se comen el heno dentro del cual hay una silenciosa pero potentísima fuente de energía química envasada. No la vemos porque sólo es visible cuando la ponemos en contacto con una temperatura crítica como la de la llama de un fósforo.

Esta, incendiaría el heno haciéndolo inútil. Las células de los herbívoros, como el buey y la mula, actúan con una prudencia tan admirable como eficiente. En vez de consumir la energía del heno de un solo golpe, como la haría la llama de un fósforo, la aprovechan pausadamente, tomándose todo su tiempo. No le meten candela sino que el oxígeno que respiramos se combina con el hidrógeno de las moléculas de cada carbohidrato, liberando así la energía química en forma de calor dosificado y adecuado. Los mamíferos aplican estas virtudes en los diversos fines de vida, cuando llega el frío, lo contrarestan multiplicando hasta cuatro veces el consumo de nutrientes o de heno y pasto, como en el caso que nos ocupa.

Huelga decir que como el buey y la mula querían también demostrarle su adoración al Niño Jesús, redoblaron el trabajo de alentarlo con calor, porque comprendían que ésta era la ofrenda más alta de solidaridad y de amor que ellos podían hacerle. Se dice que todos los que sumaron su fe a la fuerza y a la obra del que fuera un niño de pesebre lo acompañan hoy en el reino celestial donde prosigue su obra redentora del hombre. ¿No estarán allá criaturas que también le rindieron tributo al niño en la hora de bienaventurada de su natividad? 
 La Ciencia Amena. Arístides Bastidas.
28 de Diciembre de 1983


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