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septiembre 15, 2006

Bethe el hombre que descubrió la leña de donde proceden las llamas del sol y de otras estrellas era lector de los clásicos y de Bertolt Bretch.

Este cráter de cien metro de profundidad y cuatro cuadras de ancho fue abierto por una bomba H de pequeño calibre. Seiscientas cuenta de ellas bastarían para construir un canal como el de Panamá

Durante toda su existencia Francisco Alberto Bethe (1906-) se ha interrogado sobre su patria natal, pues nació en Alsacia Lorena cuando este región pertenecía a Alemania. En 1918 le fue devuelta a Francia. En 1940 volvió a manos germanas hasta que en 1944 la reintegraron al país galo. Los padres de Bethe que eran de sangre teutónica decidieron formarlo en las universidades de Munich y Tubinga, donde a los veintidos años conquistaba el exigente título de doctor en física. Sus relevantes conocimientos le permitieron tan tempranamente asumir las cátedras den su especialidad en las mismas aulas donde dos años antes era un simple alumno. Pero ahora tenía en conocimiento que le habían dos insignes científicos: Rutherford en Cambridge y Fermi en Roma.

En los años treinta hacía prácticas de investigación transmutando átomos de carbono en nitrógeno, mediante esos proyectiles cuádruples (dos protones y dos neutrones) que son las partículas alfa. Estaba al tanto desde luego, de que de que en esto no hacía más que imitar la sensacional técnica creada dos lustros antes por su maestro Rutherford. Pensando que ya era hora de abrirse por su propia cuenta, aportando algún conocimiento nuevo sobre el mundo, pues tenía fe en su competencia y era un estudioso que sólo se quitaba tiempo para leer a los clásicos griegos y ver en el teatro las obras de Bertol Bretch. Este autor fue sometido a la censura de los nazis que llegaran al poder en 1933. Bethe con la dignidad de sus veintisiete años consideró que sus ideas humanísticas colidian con las de los nuevos gobernantes y que por lo tanto era preferible el exilio voluntario.

Al igual que sus notables antecesores Helmoth y Kelvin, le mortificaba la supuesta imposibilidad de explorar las estrellas para determinar el origen de sus poderosísimas llamaradas. ¿Qué clase de leña era la que usaban en sus colosales fogones? es decir ¿De dónde procedía la energía que engendraba el calor inconcebible del Sol? Aquí lo sentimos, pensaba, aunque estamos a ciento cincuenta millones e kilómetros del mismo y de que sólo nos llega una cinco mil millonésina parte de su temperatura. Los análisis espectroscópicos revelaban que el astro rey tenía una enorme concentración de hidrógeno.

Su mente manejaba esta información con el ánimo de descubrir la verdad dentro de las incógnitas que son el dolor de cabeza de los grandes científicos. Sus cavilaciones en este sentido le siguieron a Inglaterra durante los dos años de docencia que ejerciera allá hasta 1935. Entonces, fue seducido por un contrato de la Universidad de Cornell en Estados Unidos, en el que le ofrecían recursos financieros, colaboradores calificados y modernos equipos para sus investigaciones. En busca de la respuesta que le angustiaba comenzó a trabajar con el hidrógeno, por la sospecha de que en éste se encontraba la clave del manantial energético del Sol y las restantes estrellas.

Ignoramos en qué fundó la hipótesis de encontrar la explicación fusionando el hidrógeno con el carbono. Lo cierto es que a través de un grupo de reacciones entre esos, Bethe concluía liberando gran haz de energía al tiempo que fabricaba helio, que también abunda en el sol. Las comprobaciones posteriores de él y de sus colegas, dejaron clara la evidencia de que en la fusión del hidrógeno para convertirse en helio estaba el origen de la luz y del calor de los astros que por la noche adornan el firmamento y del que nos compaña a diario desde el Levante hasta el Poniente. Se determinó que durante la fusión es aniquilada en un uno por ciento la materia del hidrógeno que se convertirá en energía.

Hoy los físicos hablan del ciclo de Bethe para referirse a esas seis fases en las que el hidrógeno hace de combustible, el carbono de catalizador y el helio de cenizas. En el corazón de las estrellas pudiera ocurrir este ciclo y también el otro de átomos de hidrógeno que se juntan directamente, gracias a las enormes velocidades que alcanzan por las altísimas temperaturas, para producir helio. Desgraciadamente, la tendencia que tienen algunos hombres de torcer el buen rumbo de la sabiduría, hizo que este hallazgo que le valiera a Bethe el premio Enrico Fermi, se destinara a la creación de la tenebrosa Bomba de Hidrógeno. La primera que explotó en el Pacífico tenía una fuerza de quinientas veces superior a la bomba atómica de Hiroshima y fue más que suficiente par borrar del mapa a una inocente isla y a todos los árboles y criaturas que la habitaban.

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