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mayo 27, 2006

El cuerpo humano hace un montón de maravillas con una gran sabiduría negada a nuestra conciencia.

Así veían en 1543 los primeros dibujos fieles , de los músculos del cuerpo humano, en el libro que publicara Vesalio, el fundador de la anatomía.

El camino que habría de culminar con la aparición del hombre pudo iniciarse a hace 20 millones de años, cuando algún antecesor de los prosimios que podían andar en cuatro patas, se irguió para tomar con sus dos extremidades delanteras, los apetitoso frutos maduros que viera colgado de la rama de algún árbol. . El procedimiento era más sofisticado y sin lugar a duda, muy superior al de los elefantes, que desarrollan trompas para ramonear, y de las jirafas que adquirieron cuellos muy largos con el mismo fin. Esos dos avances en la búsqueda de alimento, habrían de ser superados por el cuadrúpedo que al ponerse de pie empezaría a fabricarse los canales semicirculares que en la región del oído sirven para mantener el equilibrio.

Seis millones de años después aparecería el Ramapythecus, que aunque seguía con la cabeza doblada hacia abajo, tenía las manos libres para asirse a las ramas y aprenhender las bayas alimenticias y objetos de su interés colocados en el suelo. Aquel tranquilo bípedo, habría sido el padre del género humano, mientras que un hermano suyo, habría sido a su vez el padre de los monos. Hace 13 millones de años los descendientes del Ramapythecus habrían evolucionado, hasta el punto de arrojar los primeros proyectos de hombre. Este, haría su entrada triunfal hace medio millón de años, cuando dejara sus restos en África, Pekín, Java, y Swascombe.

Nuestro bisabuelo tenía un cerebro pequeño, pesaría entre 800 y 1000 gramos. No obstante, era proporcionalmente muy grande con relación al cuerpo, y en ello aventajaba a todos animales. Pero aquel ser primitivo que hacía uso del fuego que habitaba cavernas en grupos familiares según se cree, tenía en su cuerpo las mismas piezas de los demás mamíferos, que no han variado en nosotros, los creadores de la era atómica y espacial. En efecto, las partes del Pythecantropus eran, con las necesarias adaptaciones, las mismas, de un rinoceronte, de un conejo o de un murciélago.

Hemos superado a los demás mamíferos, por el supuesto don de la razón, por nuestra facultad de crear herramientas y de transformar y alterar la naturaleza, gracias al elevada la inteligencia de nuestro género. Más, tenemos sus mismos huesos, sus mismos músculos. Como ellos, somos incubados en un recipiente, el útero, hecho de un material más elástico y flexible que acero. Nacemos de placenta y también nuestros bebes han de acudir a las mamas maternas, para obtener los nutrientes de su crecimiento después que somos paridos, y los anticuerpos protectores contra los gérmenes que pudieran aprovecharse de la vulnerabilidad de recién nacido.

La maravillosa sabiduría que actúa en el cuerpo humano, la encontramos también en los de todas las criaturas. Pero sólo al bípedo humano le están permitidas las peculiaridades de llanto y la risa, el pensamiento y la palabra, y sobre todo, la conciencia del cuerpo en que anda. El cuerpo humano se comporta durante buena parte de su existencia, como el siervo que gusta ser ignorado por su dueño. Mientras tanto acontecen dentro de él continuamente, sucesos de magna importancia para el objetivo de figurar en este buen mundo.

De espaldas a nuestra voluntad, el corazón se mueve rítmicamente para impulsar a perpetuidad ese extraño río en circuito cerrado que es la sangre. Ignoramos cuántos millones de células fabricamos cada día para reemplazar a la que se han muerto. Desconocemos como el estómago y los intestinos separan las moléculas simples y los aminoácidos, de las proteínas que hemos consumido, para enviarla como fuente de energía y como materia prima a las infatigables factorías que poseemos en cada célula viva de nuestros tejidos. Nunca podremos recordar el instante en que éramos tan sólo un óvulo fecundado, y ni siquiera el momento en que después de que un misterioso escultor terminará nuestro cuerpo, fuéramos arrojados al exterior sin que nadie pidiera nuestro consentimiento.

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