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octubre 09, 2004

El matemático Lagrange se atrevió a quedarse en París aún después que viera rodar la cabeza de Lavoissier.

La Ciencia Amena. Arístides Bastidas.
Un día tal como hoy, 9 de Octubre de 1985


A pensar de que el sistema medieval de las monarquías autocráticas seguía imperando en la Europa de comienzo del siglo XVIII, la fuerza de las ideas racionalistas del Renacimiento, había cambiado positivamente las orientaciones del pensamiento y era posible que en 1719 se iniciara el denominado Siglo de las Lucea. Dentro de aquella atmósfera propicia al conocimiento experimental, habría de formarse la personalidad del vigoroso innovador de las matemáticas, que fuera el Italiano José Luis de Lagrange (1736-1813). Sus padres eran pastores en el pie-de-monte de los Alpes y sus ingresos eran demasiado escasos para cubrir las demandas más primarias de sus once hijos.

Todos murieron precozmente con la excepción de José Luis, que por ser el menor había recibido una mayor protección horageña y la posibilidad de alfabetizarse en una escuelita pagada. Desempeñando los más humildes quehaceres se trasladó a la capital del reino de Plamonte, cuyo territorio sería Integrado a Italia durante su unificación. El joven perfeccionó por sí mismo sus aptitudes para leer y para el dominio de los números y de la suma, resta, multiplicación y división de enteros y quebrados. Todo minuto libre de sus rudas faenas, lo pasaba dentro de la biblioteca donde absorbía ávidamente el contenido de los textos, ilustrados con dibujos de figuras poligonales y poliédricas, que le despertaban una intensa fascinación.

A los catorce años podría interpretar los planteamientos de Tales de Mileto sobre la información de triángulos con líneas imaginarias entre el Sol, la Tierra y la luna, analizar los Teoremas de Euclides y comprender la equivocación de los hipocráticos al suponer que los números eran perfectos. No se sabe con exactitud sí tuvo maestros pues dada su precocidad y su preparación, es de suponer que sabía más que los más sabios de su entorno. A los diecisiete años conquistaba Turín donde los estudiosos se quedaban atónitos por la amplitud de sus conocimientos de geometría. A los dieciocho era contratado como profesor de esta materia en la Escuela de Artillería de la ciudad.

Lagrange adiestraba a los oficiales sobre el ángulo en que debía ponerse un cañón para que el proyectil de una carga determinada, trazara la parábola precisa que lo llevaría a su blanco. Pero nada más lejos de sus inclinaciones que el arte de la guerra, no es otro que el de las matanzas al por mayor. Leía y ensayaba en su cuarto de dormir que era también su cuarto de trabajo. A los veinte años maravillaba al suizo Euler, el más grande matemático de esa época, con un trabajo sobre el cálculo de la variación. Euler lo había hecho previamente, y se abstuvo de publicarlo para dejarle este mérito a Lagrange.

Euler lo protegió y a los veintitrés años lo hacía Individuo de Número de la Academia de Ciencias de Berlín fundada por Federico El Grande. En mil setecientos setenta y seis era premiado en la Academia de Ciencias de París por su estudio las perturbaciones que sufre la Luna y la acción gravitacional de un solo cuerpo como el Sol sobre otros cuerpos menores como los planetas. Era como ya dijimos el siglo de ilustración y por eso resultó normal que la corte de Luis XVI, coleccionista de talentos como la de Federico y la de Catalina en Rusia, le dieran una gran bienvenida y lo alojara en el Palacio de Louvre que todavía no se había convertido en museo.

Sus nexos con Maria Antonieta eran suficientes para que temiera por su suerte durante la Revolución Francesa, pero se negó a oír a los amigos que le aconsejaban que se fuera de París. Presenció el guillotinamiento de Lavoissier en 1794 y tuvo el arrojo de decir: “Su cabeza fue cegada en un segundo, pero pasarán cien años antes de que surja otra igual ´´.

Se le respetó y se le dio un rango sobresaliente en el Congreso Científico que fijó las reglas del sistema métrico decimal. La República le confió la dirección de una oficina auspiciadora de inventos útiles, que Francia requería para abordar la Revolución Industrial anticipada en Inglaterra su rival. Napoleón le dio el título de Conde, creyendo que así lo honraba, pero ya sabemos que son otras las razones que lo hacen digno del recuerdo.

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