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septiembre 24, 2004

Radiante Humanidad. (Por M. Comerlati. 24/09/92)


Cada vez que fallece alguien muy querido, se nos muere un pedazo de nuestra propia vida, y el pasado ligado a esa persona se hace más lejano e irremediable. Pero si somos fieles a nuestros afectos, las semillas del cariño, como aquellas habichuelas mágicas, germinan y crecen constantemente, fertilizadas por los recuerdos, y dejan de ser sólo cuando termina nuestra existencia admirable, de su invencible, jubilosa y vitalidad, de su fe en las mejores cualidades del hombre, y de su concepto del periodismo como lamedor forma de servir a los demás.

¡Cuánto aprendí durante el año y medio que fui su asistente, inaugurando el más envidiable postgrado en periodismo científico que pueda haber jamás en el país!. Corría el año 75, Arístides acababa de perder la vista y gracias a la afectuosa intermediación de Raúl Vallejo, mi condiscípulo en la Católica, aceptó que lo ayudara a seguir escribiendo su columna “La Ciencia Amena” y su Página Científica semanal.

Nunca mis ojos y mis manos fueron más noblemente empleados como en los veinte meses durante los cuales se los presté. Gracias a su memoria prodigiosa sabía indicarme con precisión donde debía yo localizar el dato necesario, y de no hallarlo en los libros, el teléfono se convertía en el medio para encontrarlo él personalmente, mediante consulta con alguno de los muchos especialistas amigos suyos.

Cuando consideraba que el tema estaba suficientemente investigado, dictaba, cabalmente redactado en su cabeza, el texto de su columna o del reportaje del día. Para descansar, ponía música, o me pedía que le leyera a Antonio Machado (“Moneda que está en la mano / quizá se deba guardar: / la monedita del alma /se pierde si no se da”, solía repetir) o el “Juan Cristóbal” de Romaní Rofland, para luego comentar juntos las cosas de la vida y del amor.

Generoso en todo, mi aprendizaje a su lado como becaria del Conicit, tenía para él el propósito de prepararme adecuadamente como reportera de El Nacional, periódico al que dedicó todos sus esfuerzos. El motor, la iniciativa siempre era de él: confió en que yo podía hacer una columna de ciencias para los niños –que decía no atreverse a escribir, aunque sospecho que él la hubiera hecho excelentemente y fue tan feliz como yo, con el suceso que ella tuvo; y al quedar una vacante en la Página de Arte, avaló mi entrada a El Nacional, en el año 76.

A nadie puede dejar de sorprender la insólita fortaleza del ruinoso cuerpo que lo mortificó hasta hoy. Lo único que se puede explicar que Arístides viviera casi setenta años, es su alma enorme, luminosísima, guiada por una inteligencia que no lo abandonó ni en sus últimos minutos. Las personas como Arístides son como esos raros ejemplares a partir de los cuales las especies avanzan en un grado más alto de perfección. Que privilegio es haber estado siquiera brevemente al calor de su radiante humanidad.
Por Mara Comerlati.
24 de Septiembre de 1992

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