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septiembre 24, 2004

El constante luchar de Arístides

24 de Septiembre de 1992
Por: Carlos Mollejas D.

Lo vi por primera vez, profesor, aquella tarde en que usted, como después supe que era su costumbre. No se negó a recibirme y a darme la oportunidad de un trabajo que muchos recomendaban.

Y de aquellos primeros tiempos en que estuve a su loado recuerdo que observé con esa curiosa sorpresa, que muchos también expresaban, su capacidad de producir todos los días una gran cantidad de informaciones de periodismo científico a pesar de todas aquellas limitaciones que lo aquejaban.

Recuerdo que al comienzo usted me pareció una de esas personas que hacían del rigor un hábito, que en ese entonces creí o juzgué exagerado. Y que aquella forma suya de ser, un tanto tozudo, me ocasionó más de una buena calentera.

Sin embargo, con el paso del tiempo, la cosa cambió, cuando poco a poco fui conociendo su historia.

Supe primero que desde niño usted amó profundamente a la naturaleza. Y que por una de sus incomprensibles paradojas ésta o el destino mismo, qué sé yo, se empeñó en poner en su camino un montón de adversidades.

Supe de cómo ese destino un buen día le cerró sus ventanas. Y que usted supo hacer de esa injusta oscuridad, un mundo propio de luz que prodigó a sus amigos.

Supe también que por culpa de ese mismo destino, otro día, las enfermedades de las que usted tanto escribió, descubrieron la forma de vencer sus defensas, sin pensar siquiera que contra lo mejor de todas ellas, su voluntad de vivir, nada mejor en este mundo puede.

Por último me enteré de que, finalmente, el destino alejó de su lado toda compañía. Y que a partir de esa voluntad referida, usted sembró mil hermosas amistades.

Esa historia, profesor, me enseñó lo más importante. Me enseñó que la vida es un constante luchar y combatir contra las adversidades. Y me dijo además que uno nunca debe rendirse ante ellas.

De esa historia suya, yo aprendí que siempre debo insistir ante los obstáculos y ganarle la pelea a la depresión.

Esa depresión, que más de una vez usted, como amigo, advirtió en mí y supo curarla con sus palabras al decirme que la vida era, hasta su final, la dolorosa angustia de descubrir novedades.

Hoy, cuando ese destino cansado –quizá de darle batalla- se retiró vencido, usted viejo decidió que se iba y no estará más aquí para seguir recordándonos sus luchas.


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