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febrero 23, 2012

Al lograr un polígono de diecisiete lados iguales Gauss se consagró como el tercer matemático de la historia humana.

La grandiosidad de los genios no los libra de la pequeñez de los celos, lo cual explica la pelea de Gauss con Legendre por la autoría de una hipótesis que explicacba las orbitas de los cuerpos espaciales. -

Ignoro, desde luego, si le asistía alguna razón al loco que dijo que, a través de la matemática, podríamos llegar a la poseía, ya que ella, tanto en un camino hacia adelante como en otro retorno, nos conduciría siempre al infinito. Sin embargo, para el abordaje de esta área no bastaría la sensibilidad con la que cultiváramos bien los dones del espíritu. En cinco mil años de historia, apenas tres esclarecidos genios alcanzaron el rango de ser los máximos matemáticos: Arquímedes, Newton y Carlos Federico Gauss (1777-1855), un alemán de humildísimo origen, que revolucionó a esta ciencia y desestabilizó los cimientos en que descansaba la geometría de Euclides.


De su abuelo, el jardinero, guardaba las vivencias que le hicieran interrogarse sobre los enigmas de la naturaleza y que le tentaran a seguir las abstracciones de la Filosofía. Pero era tal la afinidad de su mente con el quehacer que le esperaba, que a los dos años, cuando desconocía las letras, ya sabía identificar los números. A los tres años se permitió corregir el error que su tío materno cometiera al sumar una mesada de salarios que debía pagar en su pequeña factoría. Estos recuerdos le hacían decir, acaso con alguna nostalgia por la infancia, sin los juegos y el corretear propio de tal edad, que había aprendido primero a contar que a leer.


Su padre era un labriego que confiaba el éxito exclusivamente en el esfuerzo de abrir los surcos de la tierra y en las gotas de sudor que sobre ellos vertiera durante los veranos quemantes. Devoto de la obra del músculo, devaluaba la de la inteligencia y por eso veía casi con hostilidad los maravillosos dones de su pequeño. Pero la madre de éste, Dorotea, supo erguir sus sentimientos para intuir la grandiosidad potencial que había en la mente de aquel chiquillo. Lo puso en la escuela donde le tocó un maestro autoritario que les imponía las más duras tareas a sus discípulos. Un día, les exigió la suma total de los números que iban del uno al cien, a sabiendas de que el cumplimiento de esta meta les llevaría unio o dos días, y que pocos saldrían bien de la prueba.


Buitner abrió desmesuradamente los ojos incrédulos cuando Gauss, en menos de un minuto, le entregó su pizarra en la aparecía el total correcto: 5.050. ¿Cómo el atrevido mocoso que ahora permanecía sentado en su pupitre con la mayor indiferencia había logrado tan rápidamente el cálculo exacto? La nobleza educativa que ardía en el fondo exigente del buen hombre hizo que, lleno de admiración, regalara al muchacho el más avanzado libro de aritmética de aquellos días de 1787. Cuatro años después, el genio del adolescente alcanzaba tanto prestigio, que encontraría un mecenas en el poderoso Duque de Brunswick, que le costearía sus estudios en la Universidad de Gotinga y sus investigaciones después que se doctorara.

A los dieciocho años hacía el famoso enunciado de los ” cuadrados mínimos”, con los cuales precisó la órbita del planetoide Ceres, que fuera visto por primera vez en 1801. Muerto su protector, el Duque de Brusnwick, tuvo la suerte de que Alejandro de Humboldt, que había regresado de América, le consiguiera un puesto de director del Observatorio Gotinga. Alí continuó invirtiendo el tiempo en las búsquedas de su llameante creatividad. Dudó de Euclides porque su geometría era inapelable a los espacios curvos. Hoy sabemos que el triángulo formado por los cantos de tres monedas mide más de 90 grados.

Gauss llegó al extremo de aprenderse la tabla de logaritmo con l fin d evitar el gasto del tiempo en consultarla. Entre los hechos prodigiosos de su talento, estuvo el de haber logrado algo que consideraba imposible desde Los días de Tales de Mileto y de otros grandes griegos. Tal hazaña, reverenciada en esta época de las computadoras electrónicas que no habrían podido ejecutarlas, consistió en trazar con una regla y un compás un poligo de 17 lados absolutamente iguales.


El poligono de 17 lados iguales llamado El Heptadecágono. Si deseas construirlo con una regla y un compás, ubica el cursor en el polígono y haga clic y siga todos los pasos.


A pesar que la ciencia marchaba a paso palpable como es la comprobación experimental, ha habido pensadores según los cuales ella no podría explicarlo todo. Gauss, por ejemplo, escribió en sus memorias: “Hay problemas que son infinitamente más importante que los de matemática, como la ética, nuestra relación con Dios, o acerca de nuestros destino y futuro; pero su solución está más allá de nosotros y completamente fuera del dominio de la Ciencia”. Cierta vez, ya septuagenario, la explicó a unos jóvenes, con la más ingenua de las sonrisas, el método con el que había logrado casi instantáneamente el total de los números del uno al cien. “Yo me di cuenta de que había cincuenta pares que sumaban ciento uno cada uno, a saber: 100 mas 1; 99 más 2; 98 más 3 y así sucesivamente, hasta llegar a 50 mas 1. Todo lo que tuve que hacer fue una multiplicación de 50 por 101”

febrero 20, 2012

Nunca se imaginó Elcano al aporte que haría a la ciencia al convertirse en el primer hombre que daría la vuelta al mundo.



Eran las ricas y tan abundantes las especies en las islas Moluscas. que el cargamento con que regresara Elcano compensó con creces todo el costo de la expedición de Magallanes.

Aunque Magallanes conservará para siempre el mérito principal de los logros con que enriqueció la geografía histórica y política, uno de sus lugartenientes conquistaría también la posteridad, al concluir triunfalmente la grandiosa aventura. Se trata de Juan Sebastián Elcano (1476-1526), un marinero vasco amigo de la inmensidad del océano y cazador de emociones fuertes, como lo demuestran los episodios de una vida que aunque divorciada del conocimiento, estaba destinado a incrementarlo. En este aspecto y en la temeridad, había de trazar un evidente paralelismo con Magallanes. Ambos se complementaron en un esfuerzo en el que el guipuzcoano dejaría claro que navegando siempre en línea recta, un barco volvía a su punto de partida.

Desde que Elcano culminó el viaje de tres años, a nadie, ni siquiera a los más fanáticos inquisidores, le quedó duda que la tierra y de que el mar era uno solo, que no había siete mares separados, como hasta ese entonces se afirmara. Debemos recordar que tan insólita travesía tenía solo un objetivo, que era el de que el Imperio Español compartiera el control del Archipiélago de Molucas, en el suroeste de Asia, en Indonesia. De allí los portugueses traían a Europa, por la vía oriental, los inapreciables cargamentos de clavos de olor, canela y otras especies, que en esa época alcanzaron un valor económico tan grande como el del petróleo en nuestro tiempo.


Juan Sebastián Elcano tentaba a la muerte por segunda vez en agosto de 1526, cuando lo sepultaran en las aguas del Pacífico.

El 8 de septiembre de 1521, los dos barcos que quedaban llegaron a Tidore, donde Elcano obtuvo del Sultán y a cambio de espejuelos y bagatelas, un inestimable cargamento de especies. En esta escala, en las Molucas, su suerte había sido mejor que en las islas de San Lázaro, como fueron bautizadas las Filipinas. El mismo reyezuelo que le fingiera a Magallanes su sometimiento a la autoridad española, a la muerte de ésta mataría a 32 oficiales de la expedición, mientras disfrutaban de un copioso banquete que les ofreciera. A este hecho siguió el de la quema de una embarcación.

En Tidore, el comandante de la Trinidad, Espinoza, se quedaría para repararla, con tan mala fortuna que un flota portuguesa que llegara, lo apresó y lo mandó a Lisboa en compañía de sus tripulantes. Elcano siguió adelante, haciendo gala de un coraje que no se arredraba ni ante a la hostilidad, muy justificada por cierto, de los aborígenes, ni ante la escasez continua de provisiones, ni ante la rebelión de los elementos durante las tempestades. En algún momento, después que salieron de los linderos de las aguas casualmente en calma, tanto Magallanes como Elcano, debieron pensar que el nombre del Océano Pacífico, que le dieran a aquella inmensidad acuática había sido un tanto precipitado.

Elcano tenía a su favor la circunstancia de que habían cesado los amotinamientos, pues al atravesar el Océano Indico, todos sabían que iban de regreso. Es de advertir que en varias oportunidades estos navegantes debieron valerse de la destreza de excelentes pilotos asiáticos, los únicos que tenían el dominio completo de la enorme extensión azul. Cuando pasaron por la India se sintieron como en casa porque las rutas de ésta con Europa eran conocidas desde muchos siglos antes. Pasaron frente a la punta del triángulo que hay en el África del Sur, en el cabo de la Buena Esperanza y ascendieron hacia el norte hasta llegar al Archipiélago de Cabo Verde, posesión portuguesa, donde por poco son descubiertos, pues le hicieron creer al gobernador que regresaban de América.

Mediante ese engaño habían obtenido los pertrechos con los que huyeron a España. El 8 de septiembre de 1521 Juan Sebastián Elcano se consagraba en la historia como el primero en darle la vuelta al mundo. Ese día La Victoria, la única de las cinco naves que retornara y 18 tripulantes hambrientos y cubiertos de harapos, únicos sobrevivientes de los 237 hombres de la expedición, eran aclamados en Sevilla luego de su espectral entrada en aquel puerto. La odisea abriría un capitulo decisivo en la ciencia de la cartografía y del tiempo: en el futuro la Tierra sería como un enorme reloj con 360 compartimientos verticales o grados, cada uno de ellos equivalentes a cuatro minutos.

febrero 19, 2012

Una muestra de que el talento y la bondad no son la misma cosa, la tenemos en la conducta deshumanizada de Morse.



La misma inteligencia creadora del Código Morse fue la autora de un texto precursor del McCartismo titulado "Conspiración extranjera contra las libertades norteamericanas".


Hay seres humanos con existencias tan dionisíacas, que incluso las batallas con las que han alcanzado deslumbrantes éxitos, han alcanzado paseos en alfombras voladoras por un cielo despejado; y sin embargo, algunos son inexplicablemente resentidos. Eso fue el caso del inventor del telégrafo, Samuel Morse (1791-1872). Nacido en Massachusetts, estudió en la universidad de Yale, donde se graduara. Aprovechando la renta heredada de su padre, se fue en 1811 a estudiar pintura en Inglaterra, donde encauzó su temperamento neurótico, a través de los pensamientos sombríos de Dante y de los principios filosóficos de Spencer que hacían extensivas a los seres humanos las normas de selección natural.

Al cumplir los ochenta años, Morse asistió a la inauguración de una estatua suya de bronce, en el Parque Central de Nueva York, donde permanece.

Morse encontró así la sustentación filosófica para sus rencores fantasmales, expresados en un semblante frío, que no se alteró ni siquiera cuando la Adelphi Society of Arts le otorgara en Londres su medalla de oro como recompensa por un cuadro pésimo llamado Hércules Moribundo. Mientras tanto seguía militando en una Liga de Fanáticos, que en los Estados Unidos, preconizaban la persecución de los católicos y de los inmigrantes. Morse tenía la agilidad mental requerida para atrapar las ideas, con la rapidez de una araña cazadora de moscas, pues de inmediato los digería y las encaminaba. Este don le sería de gran utilidad cuando cansado de sus lienzos y de sus pinceles, porque no le producían dinero, abordó la física y las matemáticas prácticas que sí habrían de enriquecerlo.

Durante un viaje por el mar, robusteció sus conocimientos de la incipiente electricidad de entonces, con los de un científico ingenuo pero de gran competencia, Joseph Henry. Este había desarrollado poderosos electroimanes que levantaban pesos de miles de libras. En su casa había probado que al suministrarle corriente a través de un alambre, a un pequeño electroimán, éste podría atraer la pieza metálica, a la que soltaba después de un ligero chasquido, cuando se le suspendía la corriente. Henry sabía que tenía en sus manos un sistema de comunicación a distancia que no quiso patentar, pues consideraba que los haberes de la inteligencia le pertenecían a la humanidad no a los individuos. Morse oyó en silencio toda esta información, cuyos detalles le fueron demostrados en su totalidad por Henry durante los días que duró la travesía. A partir de 1830, Morse realizó infatigables ensayos en los que empleaba alternativamente un sistema triple de emisiones de corriente negativa – corriente positiva – cero corriente. De este modo lograba que el electroimán del otro lado generara sonidos brevísimos que llamaba puntos, y otros largos que llamaba rayas. Punto y raya por ejemplo equivalían a la letra A; raya – punto – punto –punto a la B. ; punto-punto-punto a S. Cinco rayas, el cero. Cinco puntos el 5 y así sucesivamente.

El invento estaba listo en 1835, pero debieron pasar nueve años, para que el Congreso de Estados Unidos aflojara los treinta mil dólares necesarios para comenzar su aplicación. El 24 de mayo de 1844, en un acto revestido de gran solemnidad, se transmitía entre Nueva York y Baltimore, a través de una línea de 64 kilómetros el primer mensaje telegráfico: ” Lo ha creado Dios.” El tiempo gastado en el mismo, se ha calculado hoy fue de una cinco milésima de segundo. Morse advirtió que el impulso energético de debilitaba por la distancia, pero superó el problema de una técnica también previstas por el bondadoso Henry.

En la cima de su notable acierto y dueño de la colosal fortuna que le deparara el telégrafo, Morse negó el soporte, imprescindible a todas luces, que había encontrado en las enseñanzas de Henry. Tuvo además el mérito de introducir en América del Sur el primer daguerrotipo y de intervenir en la planificación de los cables submarinos. Pero las satisfacciones, los honores y el dinero que tanto acumulara eran insuficientes para despertar su sentido de la bondad y de la solidaridad. En 1865 se indignó, a pesar de que era norteño, por la derrota que sufrieran los sureños, pues compartía el criterio de que los negros eran inferiores y su destino no podía ser mejor que el de los esclavos.

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