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septiembre 15, 2006

Hay peces en el Amazonas que resecos y semimuertos, resucitan para gozar la vida con el retorno de las lluvias.

Así son los dipnoos de Australia que, aunque no aguantan mucho la respiración fuera del agua, saben vivir felices en charcos pestilentes.

Los Caramuri tienen un diseño que hace recordar a las anguílas. Las aventajan en que cuando hay agua respiran branquialmente y, cuando se acaba, respiran pulmonarmente.

Nunca he podido explicarme la causa de que los ictiólogos consideren primitivo a los peces dípnoos. Digo esto porque en su exitosa lucha por la supervivencia durante cuatrocientos millones de años, han obrado virtuales milagros genéticos, atribuibles sólo al poder de una gran sabiduría. Durante éste período presenciaron la extinción de miles de especies de reptiles, pájaros y mamíferos que parecían mejor dotadas para perpetuarse. Así como ha habido pueblos que se crecieron frente a la adversidad de su medio, entre los irracionales se hallan estos peces que lejos de inmutarse ante las privaciones, las soportaban valientemente, mientras desarrollaban los mecanismos de su triunfal adaptación.

En el período llamado Devónico, hubo una crisis hidrológica en que los ríos se convirtieron en charcos espesos y en lodazales. Millones de animales de esta familia debieron morir, pero los sobrevivientes aprendieron a usar sus aletas, como zancos para caminar en busca de humedad y de alimentación. Al hacer esto adquirieron la facultad de respirar el aire atmosférico con pulmones desarrollados durante los cambios de una lenta evolución. Eso debió ocurrir cuando, de algún modo, había una comunicación entre Australia, Africa y Sudamérica, donde se encuentran los géneros en que se agrupan estos peces tan porfiados en mantenerse en este mundo.


Los estudios al respecto han clarificado que no guardan ningún nexo, ni con los anfibios aparecidos en el citado período ni con los reptiles que surgieron posteriormente. No están por lo tanto en la línea evolutiva que dio lugar a los mamíferos, a los primates y al hombre. Esto no les quita méritos, porque sigue siendo admirable su acierto en llevar una existencia confortable, donde las estantes especies animales habrían aparecido. Los dipnoos de Australia siguen, como sus tatarabuelos, trasladándose de un charco a otro con sus aletas como zancos. No resisten la sequías extrema y tienen pulmones, aunque no tan buenos como los de sus primos del Africa y de la zona comprendida entre el Amazonas y el Gran Chaco, que abarca franjas de Bolivia, Paraguay y Argentina.

Ni los dipnoos del continente negro ni los que aquí saben andar a pie. Ese es un don exclusivo de sus parientes en Oceanía. Además, no lo necesitan porque mediante maniobras genéticas, en las que son realmente doctos, diseñaron la única técnica de estivación que se conoce en el mundo de los peces. Cuando llega el verano y el hirviente calor tropical vaporiza los pozos, ellos se inmovilizan en una siesta, en la que reducen casi a cero sus procesos metabólicos y su grado de calorías. Hay ejemplares que han permanecido vivos en esas condiciones hasta cuatro años, sin que al resucitar de esa semimuerte mostraran la más ligera alteración.


Los dipnoos de Sudamérica están incluidos entre los lepidosirenas, Localmente se les llama loalach, voz indígena, y caramuru, voz de origen portugués. Son alargados con formas de cinta, con una longitud que puede ser de hasta un metro veinte. Es probable que en una competencia de natación llagarían de últimos, porque se desplazan poco a poco, tomándose todo su tiempo, para pescar entre las raíces de plantas moradoras de los pantanos, moluscos y otros peces que le sirven de alimento. Durante el día muestran una piel casí negra que sorprendentemente se vuelve blanca en la oscuridad, en medio de la cual, no s sabe por qué, dilatan las porosidades de sus cuerpos.

Se cubren con una capa mucosa y resbaladiza, la cual se transforma en una cápsula sólida en que se envuelve, presentando así un mínimo de humedad, cuando se enrollan para disfrutar de una larga siesta. Durante la misma consumen sus grasas y también parte de sus músculos. Al tornar el invierno, vuelven a respirar con sus branquias y construyen, en el fondo de cada charco, una galería en que las hembras depositan sus huevos. Los machos los fecundan y se quedan en permanente guardia hasta que las larvas evidencian la capacidad para bregarse su propia subsistencia y sortear los peligros. Cumplido este deber, los diligentes padres suben a la superficie del agua para autogratificarse llenando sus pulmones con una bocanada del pródigo oxígeno atmosférico.

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