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septiembre 16, 2006

Los helicópteros y los aviones no son más que plagiarios, pues lo que hacen lo tomaron de los insectos y las aves.

La Ciencia Amena, 1983



Este aparato, el giroplano I, que sólo se elevara a dos metros del suelo, en 1907, fue como el abuelo antediluviano de los actuales helicópteros.

Cuando uno revisa la historia e la naturaleza comprueba que allí están los antecedentes de todas las cosas grandes y pequeñas del ingenio humano, sin que ello implique que aceptamos la pesimista apreciación del libro bíblico, el Eclesiastés, según el cual nada nuevo existe bajo el Sol. Es cierto que la navegación aérea ha alcanzado metas deslumbrantes, como la de desplazar a velocidades supersónicas, naves, carga y pasajeros que pesan tanto como las de un pequeño trasatlántico. Entre ellas ha ocupado un puesto especial el helicóptero, en el que pensara hace quinientos años, el polifacético y maravilloso genio de Leonardo Da Vinci. El dejó a la posteridad el diseño de una liviana máquina que se suspendía ligeramente sobre tierra, mediante hélices horizontales movidas por una cuerda semejante a la de los relojes de pared.

Cien millones de años antes de que volara el primer vertebrado, ya lo hacían los humildes insectos creadores de esta antiquísima técnica de locomoción. Es cierto que el modelo de vuelo para los 747 y demás aviones, fue proporcionado por las aves, inobjetables maestras de la ingeniería aeronáutica. Pero es igualmente verdad que el método de los insectos es el que en estos días de los viajes al espacio exterior de la Tierra , guió a los inventores del moderno helicóptero. Hace 199 años Lannoy y Bienvenu, exhibían en París un juguete de cartón con las características del expresado aparato. Los miembros de la Academia Francesa no daban crédito al pajarito artificial que subía y bajaba frente a sus propios ojos.

En el siglo pasado, el coronel Renard estudió prolijamente el principio de las hélices y de las aspas con l intención, de que en vez de accionar los mecanismos de un molino fijo, fueran capaces de desplazar a un artefacto. En 1906 Paul Cornu era el primer piloto en aventurarse a ascender momentáneamente en un extraño antecesor del helicóptero.

En 1907 Breguet y Richet lograban la hazaña de estacionarse con un aparato suyo a dos metros de altura sobre el suelo. Hasta entonces seguía sin resolverse el problema de que tales ingenios avanzaran como los aeroplanos. La primera contribución firme de este sentido sería ofrecida por Juan de la Cierva y Codorniú, que con la introducción del autogiro se convirtió en el único español que inventara algo.

Cuando Juan de la Cierva pbservó el fracaso de sus`primeros autogiros, no pudo reprimir la frase con que pretendiera injuriarlos: !Saltamontes Mounstruos!


En efecto, en 1923, a los 28 años, construía su máquina sin alas pues en lugar de ellas tenía cuatro aspasen forma de equis horizontal. Mientras las hélices delanteras tomadas del avión, impulsaban el aparato de un sitio otro, la resistencia del aire hacía girar las aspas que de ese modo daban una sustentación más segura que la de las inmóviles alas de los aviones. El autogiro hizo que por primera vez y última vez los ojos de la ciencia y de la técnica se fijaran atentamente en torno a la llamada Madre Patria. De la Cierva fundó compañías suyas en sociedad con los británicos y con los norteamericanos, después de que diseñara ciento veinte prototipos exitosos que él mismo tripulara durante vuelos a través del Canal de la Mancha.

En el auge de su esfuerzo De la Cierva pereció en el avión comercial en que marchaba a Ámsterdam, cuando el mismo se enredara con un cable en la pista de despegue en Londres. Su autogiro no podía desplazarse hacia los lados o hacia atrás, aunque los últimos modelos descendían verticalmente. Tampoco se detenían en un mismo lugar del aire. Carecían pues de las ventajas que a la luz de las nuevas necesidades, eran fundamentales para que el helicóptero pudiera competir con los aviones. Tales características le serían dadas por ruso Igor Sikorsky durante su residencia en Norteamérica.

El helicóptero que desgraciadamente ha sido transformado en artefacto bélico, es muy útil en acciones de salvamento y se le emplea en hechos de paz, como el de transportar camiones cargados y tractores a zonas aisladas en las que se efectúe algún desarrollo industrial o agropecuario. Son innumerables sus usos sin contar los de vehículo interno de las ciudades, como los servicios de taxi aéreo que presta en Nueva York, Chicago y San Francisco. El movimiento de los motores es una copia del movimiento de las alas de los insectos y de los colibríes. Eso explica que al igual que estos animales pueden estacionarse en el aire, retroceder, desplazarse de lado, ascender y descender verticalmente.

septiembre 15, 2006

En el Cerro del Avila mora un miembro de cierta congregación conocida por sus servicios en los páramos andinos.

La Ciencia Amena. Abril 1986

Las hojas del frailejón son usadas por los campesinos para contrarrestar las bajas temperaturas en los páramos.

El 2 de enero de 1800 Humboldt y Bompland disfrutaban de la silenciosa majestad del bosque tropical en las cumbres del Avila. Por el camino se habían sobrecogido de admiración, por las nuevas y exuberantes especies arbóreas que les salían al paso. Entre los mil setecientos cincuenta metros y los dos mil doscientos, habían observado una blanca y densa capa que les era familiar, porque correspondía a la Selva Nublada que contemplaban en las montañas europeas. Ahora escalarían la zona inmediata donde la vegetación mostraba características parecidas a la de ciertos niveles de la Cordillera de los Andes, aunque ellos ignoraban esto. Ella recibiría la denominación de subpáramo posteriormente.

Una ojeada les bastó para advertir que el pino que descubrieran era autóctono de ésta región. Más tarde confirmarían su sospecha de que era el único representante de las coníferas en todo nuestra geografía. Hoy se le describe como Pudocarpus pittieri y Pudocarpus oleifolius. Entre los representantes de la imponente vegetación, había un arbusto que alcanzaba de dos a ocho metros de altura, con hojas en forma de lanza revestidas en un color blancuzco en el envés y con un tallo oscilante entre los veinticinco y treinta y cinco centímetros de diámetro. No pudieron clasificarlo pero examinaron sus tupidas colonias en el entorno.


El incienso criollo o frailejón de arbolito, tiene una inflorescencia como la del girasol, amarilla y blanca en su entorno.

No gustaba de la luz directa del Sol pues sólo crecía al abrigo de las cerradas copas de los grandes árboles. Hoy se sabe que esta característica que también la ostentan el café y el cacao, se debe a una extrema sensibilidad a la energía luminosa. Por ello utilizan las radiaciones que hay en la sombra sin ningún poder quemante. Más allá examinaron oras especies de plantas con hojas que tenían la consistencia de la lana y eran esponjosas y peludas como las telas hechas de ese material. Más tarde al proseguir las exploraciones en el Chimborazo de Ecuador evocarían este paisaje, por la semejanza que guardaban con el de los páramos andinos.


También Henry Pittier hizo estas observaciones al recorrer el grandioso cerro. En su obra, “Manual de las plantas usuales” en Venezuela, nos dejaría la información sobre las especies de frailejones que tenemos. Tan distintas, tan peculiares, que cualquier persona puede diferenciarlas fácilmente. Pertenecientes al género Espeletia, son los reyes del frío y prosperan el las vecindades de la nieve, en compañías de gramíneas que merecen identificarse, ya que lo usual en la mayoría de ellas, es que proliferen en la llanuras calientes. Estas aspirantes a esquimales figuran n los géneros Fastuca y Calamagrostis. Los frailejones son extraños en la selva tropical, porque esta no asciende más allá de tres mil metros, en los que valientemente sobreviven ciertas liliáceas bambúes.

Hay trece mil especies de frailejones que son propios del páramo como los cactus de los arenales. Son: el amarillo, el blanco, el chirique, el de puya, el dorado, el lanudo, el macho, el moro, el manso, el menudo, el paramero y el plateado. Todos ellos rematan en grandes hojas con formas de rosetas inclinadas de tal manera, que hacen recordar a los monjes con capuchas en actitud de meditación. Esta característica común no la presenta el frailejón de arbolito aludido ya, pues se trata del que llamara la atención de Humboldt en el pico Naiguatá, en la Silla de Caracas y en Lagunazo.

Es el embajador único de aquel género de las proximidades de la capital venezolana y se le llama además incienso, por la propiedad de arder fácilmente incluso cuando está verde, despidiendo un olor a iglesia, debido a su fuerte contenido de resinas. ¿Cómo pudo llegar aquí este representante de una familia que carece de semillas voladoras y que está a más de seiscientos kilómetros en línea recta?. No pudo venir con sus semillas en el estomago de un ave porque sería imposible una relación entre la fauna de los dos lugares. Se estima que los aborígenes trajeron hace miles de años estas plantas, que al adaptarse a alturas menores generó las diferencias actuales con sus hermanos de las cercanías del pico Bolívar.


La ciencia sigue perpleja ante el hecho de que la luz a pesar de ser inmaterial es frenada por el aire y aún más por el agua.



En los crepúsculos suelen formarse juegos de acuarelas que se deben a la fragmentación de la luz blanca, por el choque con ciertas formaciones gaseosas.

En el cosmo los conceptos de la vejez resultan inverosímiles, de acuerdo con nuestra comprensión. El sol cumplió ya cinco mil millones de años y sin embargo es un mocetón, si se le compara con otras estrellas que empiezan a declinar enrojeciéndose , porque pasan de los diez mil millones de años. Lo vemos como un disco de soberbia refulgencia, pero en remotísimos parajes de la Galaxia hay probablemente seres, tal vez más humanos y más geniales que los de nuestra especie, que lo apreciarán como un pequeño foco encendido, Esto ocurriría sólo en los casos en que su luz hubiera cruzado indemne las concentraciones de gas y polvo interestelar, denominadas nebulosas, las cuales contienen los componentes de futuras estrellas.

La noción de la luz viaja a la velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo no es absolutamente cierta. En el vacío interestelar, avanza exactamente a 299.792 kilómetros con 458 metros por segundo. Los fotones son las unidades que la constituyen, pero ellos carecen de ma. Sin embargo mantienen a los físicos en una perenne perplejidad, porque todo obstáculo a su paso los frena irremediablemente. Eso lo observamos en la nube que opaca el día o en el mar en que la luz se detiene a ciento ochenta y tres metros de profundidad. No cabe duda de que su velocidad disminuye un poco al cruzar el aire y bastante al cruzar el agua de los océanos.
Nada de lo existente, átomo, molécula, roca, mineral, bacteria, hombre o árbol podrá jamás viajar tan raudamente. No sólo porque es imposible cabalgar en un rayo de luz, sino también porque la materia se volvería infinita a esa velocidad. Ello está descartado por las confirmadas leyes einstenianas de la relatividad.

Estas se fundan en complejísimas ecuaciones que, aunque llenas de sabiduría resultan prosaicas y obtusas a través del velo poético que nos inspira toda claridad. La luz es hermana de la vida y en cierta forma su progenitora, porque en la fotosíntesis da la energía sin la cual sería imposible la existencia de los seres vivos. Gracias a ella podemos extasiarnos con un amanecer marino, ver la sonrisa de los seres amados y absorbernos en la lectura de los buenos libros, silenciosos vertedores de ideas, sueños y experiencias no vividas por nosotros.

Pero como ya insinuamos, es la luz y en nuestro caso la del sol, la que permite que los vegetales nos preparen los alimentos que tan desinteresadamente nos prodigan. Ya dijimos que la luz lega en los fotones, partícula inmateriales que atraviesa clandestinamente el vacío, sin hacerle la menor concesión. Quiero decir que no le ceden nada de su energía y lo dejan gélido y oscuro. Los fotones no son exclusivos de los rayos del sol o de las demás estrellas. Están en un relámpago, en una vela prendida, en un bombillo encendido o en los ojos de un cocuyo en la noche.

A los griegos antiguos, cuyo ingenio dejó frutos que aún nos enriquecen, les costó comprobar la verdad de este concepto. Herón un investigador de Alejandría, estableció algo que hoy nos parece simple: la luz proyectada por un espejo rebota para formar un ángulo. Los grandes exploradores del fenómeno se inquietaban porque una estaca vertical hundida en un estanque se veía quebrada. Pasaron siglos antes de que el hombre comprendiera que la luz se desvía en el agua porque el aire es menos denso que ella. De allí que en el líquido la luz reduzca su velocidad a la de 225 mil kilómetros por segundo. El dominio de estos principios ayudó a los oftalmólogos a emplear los lentes correctivos de los ojos y a los astrónomos a perfeccionar los largavistas, uno de los cuales es el más antiguo y el más grande: el telescopio.


Newton se hizo famoso no sólo por el episodio de la manzana que caía, sino también porque un día hizo un experimento fácil de realizar en nuestros hogares. Cerró por completo una habitación, dejó que un hilillo de luz se colara por la misma, puso un prisma en el orificio por donde aquélla entraba y produjo así el primer arcoiris artificial. En la pared opuesta vio siete franjas armonizadas que iban del rojo al violeta pasando por el anaranjado, el amarillo, el verde y el añil.

El cocimiento sigue penetrando en los ariscos dominios de la luz y así ha culminado la fabricación de los rayos láser. La luz corriente se desparrama como una muchedumbre desordenada. La luz de los láseres es como el ordenado desfile de un ejército. De allí que pueda ser modulada como las ondas de radio y servir para sistemas de telecomunicaciones. La luz de los láseres puede amplificarse como se hace con la voz de un orador en los altavoces. A pesar de que la luz de los láseres se usa en experimentos destructivos, son diversos los aspectos en que está sirviendo para el bien del hombre. Es bueno recordar que no hay luz en este mundo que no proceda directa o indirectamente del jefe de esta familia plenaria: el Sol.

Bethe el hombre que descubrió la leña de donde proceden las llamas del sol y de otras estrellas era lector de los clásicos y de Bertolt Bretch.

Este cráter de cien metro de profundidad y cuatro cuadras de ancho fue abierto por una bomba H de pequeño calibre. Seiscientas cuenta de ellas bastarían para construir un canal como el de Panamá

Durante toda su existencia Francisco Alberto Bethe (1906-) se ha interrogado sobre su patria natal, pues nació en Alsacia Lorena cuando este región pertenecía a Alemania. En 1918 le fue devuelta a Francia. En 1940 volvió a manos germanas hasta que en 1944 la reintegraron al país galo. Los padres de Bethe que eran de sangre teutónica decidieron formarlo en las universidades de Munich y Tubinga, donde a los veintidos años conquistaba el exigente título de doctor en física. Sus relevantes conocimientos le permitieron tan tempranamente asumir las cátedras den su especialidad en las mismas aulas donde dos años antes era un simple alumno. Pero ahora tenía en conocimiento que le habían dos insignes científicos: Rutherford en Cambridge y Fermi en Roma.

En los años treinta hacía prácticas de investigación transmutando átomos de carbono en nitrógeno, mediante esos proyectiles cuádruples (dos protones y dos neutrones) que son las partículas alfa. Estaba al tanto desde luego, de que de que en esto no hacía más que imitar la sensacional técnica creada dos lustros antes por su maestro Rutherford. Pensando que ya era hora de abrirse por su propia cuenta, aportando algún conocimiento nuevo sobre el mundo, pues tenía fe en su competencia y era un estudioso que sólo se quitaba tiempo para leer a los clásicos griegos y ver en el teatro las obras de Bertol Bretch. Este autor fue sometido a la censura de los nazis que llegaran al poder en 1933. Bethe con la dignidad de sus veintisiete años consideró que sus ideas humanísticas colidian con las de los nuevos gobernantes y que por lo tanto era preferible el exilio voluntario.

Al igual que sus notables antecesores Helmoth y Kelvin, le mortificaba la supuesta imposibilidad de explorar las estrellas para determinar el origen de sus poderosísimas llamaradas. ¿Qué clase de leña era la que usaban en sus colosales fogones? es decir ¿De dónde procedía la energía que engendraba el calor inconcebible del Sol? Aquí lo sentimos, pensaba, aunque estamos a ciento cincuenta millones e kilómetros del mismo y de que sólo nos llega una cinco mil millonésina parte de su temperatura. Los análisis espectroscópicos revelaban que el astro rey tenía una enorme concentración de hidrógeno.

Su mente manejaba esta información con el ánimo de descubrir la verdad dentro de las incógnitas que son el dolor de cabeza de los grandes científicos. Sus cavilaciones en este sentido le siguieron a Inglaterra durante los dos años de docencia que ejerciera allá hasta 1935. Entonces, fue seducido por un contrato de la Universidad de Cornell en Estados Unidos, en el que le ofrecían recursos financieros, colaboradores calificados y modernos equipos para sus investigaciones. En busca de la respuesta que le angustiaba comenzó a trabajar con el hidrógeno, por la sospecha de que en éste se encontraba la clave del manantial energético del Sol y las restantes estrellas.

Ignoramos en qué fundó la hipótesis de encontrar la explicación fusionando el hidrógeno con el carbono. Lo cierto es que a través de un grupo de reacciones entre esos, Bethe concluía liberando gran haz de energía al tiempo que fabricaba helio, que también abunda en el sol. Las comprobaciones posteriores de él y de sus colegas, dejaron clara la evidencia de que en la fusión del hidrógeno para convertirse en helio estaba el origen de la luz y del calor de los astros que por la noche adornan el firmamento y del que nos compaña a diario desde el Levante hasta el Poniente. Se determinó que durante la fusión es aniquilada en un uno por ciento la materia del hidrógeno que se convertirá en energía.

Hoy los físicos hablan del ciclo de Bethe para referirse a esas seis fases en las que el hidrógeno hace de combustible, el carbono de catalizador y el helio de cenizas. En el corazón de las estrellas pudiera ocurrir este ciclo y también el otro de átomos de hidrógeno que se juntan directamente, gracias a las enormes velocidades que alcanzan por las altísimas temperaturas, para producir helio. Desgraciadamente, la tendencia que tienen algunos hombres de torcer el buen rumbo de la sabiduría, hizo que este hallazgo que le valiera a Bethe el premio Enrico Fermi, se destinara a la creación de la tenebrosa Bomba de Hidrógeno. La primera que explotó en el Pacífico tenía una fuerza de quinientas veces superior a la bomba atómica de Hiroshima y fue más que suficiente par borrar del mapa a una inocente isla y a todos los árboles y criaturas que la habitaban.

Conocemos muy bien a Colón pero no al cazador de focas que descrubiera para el mundo el sexto continente.


Hace doscientos millones de años un cataclismo separó en seis fragmentos al gran continente que teóricamente existía entonces, denominado Pangea por el norteamericano Alfred Wegener, y Gondvana por los geólogos soviéticos. Los expresados fragmentos se distanciaron lentamente como balsas flotantes, dando lugar a los continentes actuales. En 1942 Colón descubrió el quinto y fue menester que pasaran más de trescientos años para que fuera encontrado el sexto, la Antártida. Este mérito le corresponde a un cazador de focas Nathaniel Palmer, quien devisó un litoral terrestre oculto bajo el imponente casquete del Polo Sur. Entonces se supo que era diferente del Polo Norte, lo que tiene no es tierra sólida sino agua líquida.

Las investigaciones del Año Geofísico Internacional determinaron, a través de los fósiles rescatados en las pocas capas libres de hielo, que este continente tuvo un largo período en que su temperatura y su paisaje presentaban las características de bosques húmedos y calientes como los de nuestra Guayana. Allí crecieron reptiles gigantescos y helechos de gran altura y de gruesos troncos de medio metro de diámetro, que dieron lugar a las enormes reservas de carbón, sepultadas bajo las inmensas montañas blancas. Se desconoce el momento en que los rayos del Sol dejaron de caer directamente sobre esta zona, que así se convirtió en la más colosal fábrica de hielo que hay en la Tierra.

Allí el termómetro desciende de invierno a 80 grados C°, el nivel en que se vuelve sólida. Por esta razón el vapor de agua desprendido del Atlántico y del Pacífico, es en parte atrapado por esta temperatura, que los hace retornar a la nivea superficie. De los 28 millones de kilómetros cúbicos que forman el volumen que está por encima del nivel del mar, sólo 7 millones de Km3 son de tierra . La superficie de ésta es de trece millones de Kilómetros cuadrados, o sea, que la Antártida es un cincuenta por ciento mayor que Europa.

Aquí hay picos de 4.000 metro de altura que algunos geógrafos han considerado, como el comienzo de la Cordillera de los Andes. A veces las tormentas de los océanos alcanzan una fuerza fantástica, que al golpear las inconcebibles moles de hielo, las parten, desprendiendo pedazos que después constituirán los icebergs. El más famoso de todos fue el examinado por los glaciólogos rusos. Medía 162 kilómetros de largo por 72 de ancho y 300 metros de espesor. Su peso era de dos mil billones de kilos (un 2 seguido de quince ceros), y en su superficie de más de 11 mil kilómetros cuadrados cabría el estado Mérida. Por último el agua derretida de ese iceberg, habría bastado para regar el Sahara durante varios años.

Los pinguinos están entre los poquísimos moradores del Polo Sur. Su comida las obtienen en los peces y crustáceos que abundan en el agua.

En las regiones costras habitan los pingüinos, los elefantes marinos y las focas, que al igual que las ballenas tienen en las aguas oceánicas exuberante fuente de alimentación, representadas por el plancton que se produce a una insólita velocidad, para nutrir a diversos peces y en especial el crustáceo krill, parecido al calamar rojo. Por la facilidad con que prolifera y por la variada composición de sustancias esenciales que posee, se le considera como un recurso contra el hambre, del que una emergencia podría echar mano la humanidad. Cuando su pesca se volviera económica, el hombre tendría allí mismo un frigorífico de valde, en el que podría conservar indefinidamente todas las existencias de este animal que hubiera almacenado.

Durante la guerra de las Malvinas se comentó mucho existencia de yacimientos petroleros en la Antártida. Sin embargo no se han encontrado inicios de este combustible, aunque están probadas grandes reservas de hierro, magnetita, magnesio, titanio, hulla. Hay también otros tesoros en que s incluyen diamantes tan buenos como los de Sudáfrica. Lamentablemente todavía no existen taladros que pudieran atravesar los kilómetros de hielo para abrir las cavidades por donde otras máquinas podrían extraer esos minerales. Lo más viable sería el establecimiento de un criadero de ballenas y de factorías anexas para procesar los múltiples productos que se pueden extraer de ellas.

Hay peces en el Amazonas que resecos y semimuertos, resucitan para gozar la vida con el retorno de las lluvias.

Así son los dipnoos de Australia que, aunque no aguantan mucho la respiración fuera del agua, saben vivir felices en charcos pestilentes.

Los Caramuri tienen un diseño que hace recordar a las anguílas. Las aventajan en que cuando hay agua respiran branquialmente y, cuando se acaba, respiran pulmonarmente.

Nunca he podido explicarme la causa de que los ictiólogos consideren primitivo a los peces dípnoos. Digo esto porque en su exitosa lucha por la supervivencia durante cuatrocientos millones de años, han obrado virtuales milagros genéticos, atribuibles sólo al poder de una gran sabiduría. Durante éste período presenciaron la extinción de miles de especies de reptiles, pájaros y mamíferos que parecían mejor dotadas para perpetuarse. Así como ha habido pueblos que se crecieron frente a la adversidad de su medio, entre los irracionales se hallan estos peces que lejos de inmutarse ante las privaciones, las soportaban valientemente, mientras desarrollaban los mecanismos de su triunfal adaptación.

En el período llamado Devónico, hubo una crisis hidrológica en que los ríos se convirtieron en charcos espesos y en lodazales. Millones de animales de esta familia debieron morir, pero los sobrevivientes aprendieron a usar sus aletas, como zancos para caminar en busca de humedad y de alimentación. Al hacer esto adquirieron la facultad de respirar el aire atmosférico con pulmones desarrollados durante los cambios de una lenta evolución. Eso debió ocurrir cuando, de algún modo, había una comunicación entre Australia, Africa y Sudamérica, donde se encuentran los géneros en que se agrupan estos peces tan porfiados en mantenerse en este mundo.


Los estudios al respecto han clarificado que no guardan ningún nexo, ni con los anfibios aparecidos en el citado período ni con los reptiles que surgieron posteriormente. No están por lo tanto en la línea evolutiva que dio lugar a los mamíferos, a los primates y al hombre. Esto no les quita méritos, porque sigue siendo admirable su acierto en llevar una existencia confortable, donde las estantes especies animales habrían aparecido. Los dipnoos de Australia siguen, como sus tatarabuelos, trasladándose de un charco a otro con sus aletas como zancos. No resisten la sequías extrema y tienen pulmones, aunque no tan buenos como los de sus primos del Africa y de la zona comprendida entre el Amazonas y el Gran Chaco, que abarca franjas de Bolivia, Paraguay y Argentina.

Ni los dipnoos del continente negro ni los que aquí saben andar a pie. Ese es un don exclusivo de sus parientes en Oceanía. Además, no lo necesitan porque mediante maniobras genéticas, en las que son realmente doctos, diseñaron la única técnica de estivación que se conoce en el mundo de los peces. Cuando llega el verano y el hirviente calor tropical vaporiza los pozos, ellos se inmovilizan en una siesta, en la que reducen casi a cero sus procesos metabólicos y su grado de calorías. Hay ejemplares que han permanecido vivos en esas condiciones hasta cuatro años, sin que al resucitar de esa semimuerte mostraran la más ligera alteración.


Los dipnoos de Sudamérica están incluidos entre los lepidosirenas, Localmente se les llama loalach, voz indígena, y caramuru, voz de origen portugués. Son alargados con formas de cinta, con una longitud que puede ser de hasta un metro veinte. Es probable que en una competencia de natación llagarían de últimos, porque se desplazan poco a poco, tomándose todo su tiempo, para pescar entre las raíces de plantas moradoras de los pantanos, moluscos y otros peces que le sirven de alimento. Durante el día muestran una piel casí negra que sorprendentemente se vuelve blanca en la oscuridad, en medio de la cual, no s sabe por qué, dilatan las porosidades de sus cuerpos.

Se cubren con una capa mucosa y resbaladiza, la cual se transforma en una cápsula sólida en que se envuelve, presentando así un mínimo de humedad, cuando se enrollan para disfrutar de una larga siesta. Durante la misma consumen sus grasas y también parte de sus músculos. Al tornar el invierno, vuelven a respirar con sus branquias y construyen, en el fondo de cada charco, una galería en que las hembras depositan sus huevos. Los machos los fecundan y se quedan en permanente guardia hasta que las larvas evidencian la capacidad para bregarse su propia subsistencia y sortear los peligros. Cumplido este deber, los diligentes padres suben a la superficie del agua para autogratificarse llenando sus pulmones con una bocanada del pródigo oxígeno atmosférico.

El óvulo es cincuenta mil veces más grande que el espermatozoide; sin embargo éste es el que decide el sexo del ser que van a formar.


Al mes de embarazo el huevo fecundado tiene un un tamaño diez mil veces superior al del momento de la concepción.

El recén nacido no s otra cosa que el feto que había a los tres meses de la concepción, pero en el que se ieliminaron las imperfecciones y se ultimaron todos los detalles.

Uno se pregunta si se deben a la casualidad, ciertas analogías entre los fenómenos de la materia y los de la fisiología. En el átomo, el electrón es 1087 veces más chiquito que su antagonista, el protón, y sin embargo tienen las mismas cargas eléctricas aunque opuestas. Pues bien, el espermatozoide es 50.000 veces más chiquito que el óvulo, pero ambos tienen cargas genéticas iguales, es decir 23 cromosomas el óvulo, la célula más grande de nuestro cuerpo y 23 cromosomas el espermatozoide, la célula más pequeña. En los dos ejemplos citados pudiéramos reafirmar el principio de que es la calidad y no la cantidad, lo que le da importancia a la masa en los procesos de la naturaleza.

El espermatozoide no obstante su tamaño ultramicroscópico, entra en el óvulo que mansamente acepta el sexo que unilateralmente es impuesto por el huésped. Se deduce que la mujer es neutra en este sentido, y que es el varón el que decide si el nuevo será como elle o como él. Apenas se conocen las dos cargas genéticas armonizan sus diferencias, y se ponen a trabajar en la estructuración de n individuo que será el fruto de su entendimiento. El mismo ser se realiza en una fracción de segundo, a pesar de la inmensa complejidad de las diferencias. Hoy se calcula que los genes del embrión humano podrían dar lugar a trillones de combinaciones. Cada persona corresponde a la combinación elegida, porque seguramente era la más ventajosa.
Sellado el arreglo las dos partes se fusionan constituyendo una sola célula que a la media hora empezará a dividirse en dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos células y así sucesivamente en una progresión geométrica interminable. A los dos días el embrioncillo, visto a través del microscopio muestra el aspecto de una mora. En este nivel de desarrollo se da cuenta de que la trompa de Falopio es una residencia con alojamiento pero sin nutrientes, que demanda insaciablemente. En busca de algo más seguro, decide marcharse y ayudado por los cilios del tubito, es impulsado hacia la pared interior del útero.

En su nuevo destino le es cambiado el nombre de mórula que traía, por un más respetable, el de blastocito. Este, forma suavemente una cavidad en la que se coloca protegido por una capa mucosa. Así ocurre la nidificación del huevecillo fecundado. En lo sucesivo las operaciones en su interior, se volverán más complejas. Sin embargo hay allí un fantástico ordenador, que no se equivoca nunca en el manejo preciso de los miles de millones de corpúsculos infinitesimales a su disposición, colocándolos a uno por uno en el lugar señalado previamente con el rigor matemático de una computadora.

A estas alturas han pasado siete días desde la concepción. El blastocito ha tomado medidas muy importantes para su porvenir. Ha comisionado a unas células para que formen la placenta, a través de la cual recibirá oxígeno y alimentos, pero guardando una marcada independencia que de inmediato se advierte en la sangre que empieza a fabricar, distinta de la que corre por los vasos de la respectiva embarazada. Otras células diseñarán el saco amniótico, dentro de cuyo líquido el huevo flotando continuará su pasmosa actividad. La células restantes del blastocito constituirán tres capas, en las que se hallan listos hasta en sus últimos detalles, los planos del futuro bebé.

De la capa externa surgirá el supremo y futuro jefe de este organismo: el cerebro y los nervios con un cortejo de tejidos de segunda como lo son: los de las uñas, os cabellos, las glándulas sudoríparas y salivales, el cristalino de los ojos, el revestimiento de la boca y el esmalte de los dientes. De la capa intermedia saldrán el esqueleto, los cartílagos, las arterias, las venas y los vasos capilares, los riñones, la dermis y el tejido conjuntivo. En la capa externa se confeccionarán el órgano más grande del cuerpo, el hígado, el estómago, los intestinos, el páncreas y glándulas como la tiroides. A las cuatro semanas la fase final del proyecto está lista para su definitiva ejecución. Sin embargo, la masa del embrión no es mayor de a de medio quinchoncho.

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