Durante 14 siglos no hubo una sola voz que osara objetar la idea de Tolomeo, de que la Tierra colgaba inmóvil en el espacio, mientras los demás astros, empezando por el Sol, giraban en torno a ella, en un tributo de perpetua sumisión. El dogma teológico le dio a la teoría de nuestro planeta era el centro del Universo, la categoría de axioma sagrado. Quienes no la admitieran, quedaban bajo la vigilancia presagiosa de los tribunales de la Inquisición. Dentro de este marco, haría su gran revolución científica, un sacerdote experto en derecho canónico, sabía lo que le aguardaba por el desarrollo de un pensamiento diametralmente opuesto al imperante.
Hemos aludido a Nicolás Copérnico (1473-1543), hijo de un comerciante acomodado, y sobrino de un obispo poderoso. Sin embargo, pudo sortear el riesgo de una existencia confortable y protegida, con su firme devoción por los estudios. A los 18 años, en Cracovia, que entonces era un vigoroso centro intelectual, adquirió el dominio de las matemáticas y de la geometría espacial, que aplicó en sus incipientes observaciones del cielo entre 1491 y 1495. Pero su consurado tío lo apremiaba para que siguiera la carrera eclesiástica, y el joven Copérnico debió complacerle, inscribiéndose en la facultad de derecho canónico de la Universidad de Bolognia, Italia.
Después de su ordenación, supo alternar sus deberes de la Iglesia con los del Conocimiento. En la época existían las Tablas Alfonsinas sobre los astros del cielo, que a pesar de que habían sido hechas en 1252, estimaron la duración del año, con tanta precisión, que sólo se equivocaron en 90segundos de más. Copérnico analizó en ellas el movimiento de los planetas conocidos, percatándose de que el no era explicable por la teoría geocéntrica. En cambio sus apreciaciones matemáticas sobre esos movimientos, le cuadraban muy bien, al suponer que el Sol no era el que daba vueltas en torno a la Tierra, sino que era ella que giraba en torno de él, en 1525, ya no tendría duda acerca de su gran descubrimiento.
Fue entonces cuando empezó a escribir a mano, desde luego, y con el mayor sigilo, los tomos repletos de cálculos experimentales de la obra que llamaría Revolutionibus Orbium Caelestium. No obstante la plena certidumbre de que su teoría helicéntrica era la correcta, siguió trabajando en la clandestinidad, sin atreverse a publicar su hallazgo. Quiso callar su miedo por la hoguera, dedicándole su trabajo al Papa Juan Pablo III esperando que en las reformas del Concilio de Trento, liberalizarían el criterio de la iglesia en el campo astronómico. Por otra parte, siempre inquieto por su seguridad, hizo que un clérico de apellido Osiander, le prologara la obra, conceptuándola como una mera e inocente hipótesis.
En medio de sus vacilaciones, tuvo la suerte de contar con un discípulo genial, que fue Jorge Von Lauche, quien con su pseudónimo de Rheticus, había introducido cambios sustanciales en el uso de la trigonometría. Rheticus hizo un largo viaje en 1539 para estudiar con Copérnico y leer su manuscrito. De inmediato se asocio a las ideas del maestro, anticipó algunos comentarios, y lo convenció de que mandara a imprimir sus tomos. El fundador de la moderna astronomía, accedió a ello en 1543, durante una enfermedad y en vísperas de su muerte. Sobre su tumba cayó la furiosa reacción de supuestos sabios envidiosos y de creyentes fanáticos que lo apostrofaban de sacrilegio irredento.
Aunque el Santo Oficio declaró herética la obra, matemáticos como Erasmo Reinhold, la leyeron de punta a punta. Reinhold empleó cálculos que allí encontró, para elaborar las nuevas tablas planetarias. Lutero, de quien era seguidor, le dijo indignado que Josué, el sucesor de Moisés, había ordenado no a la Tierra sino al Sol que se detuviese. Tuvo que llegar el año 1609 para que Kepler aclarase el único error de Copérnico, señalando que las órbitas planetarias alrededor del Sol no eran redondas sino elípticas. Habría que esperar todavía que Galileo, con el auxilio de su telescopio confirmara, aunque asustado el pensamiento de Copérnico, casi un siglo más tarde.